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21.06.2016

Novedades

A VUELTAS CON LA MATRIZ DISCIPLINAR DE LOS GOBIERNOS CORPORATIVOS

Dr. Jaime Alcalde Silva - Pontificia Universidad Católica de Chile

Thomas Kuhn (1922-1996) acuñó un concepto epistemológico que se ha popularizado extendidamente incluso en la ciencia jurídica, como es el de matriz disciplinar. Originalmente mentado como paradigma, con este término se designan todos aquellos compromisos compartidos por una comunidad científica, los que supone la concurrencia de cuatro elementos: una generalización de símbolos o axiomas, unos modelos surgidos de la aplicación de analogías y metáforas, ciertos valores y determinados ejemplos comunes. A partir del establecimiento de esta matriz surge la ciencia normal destinada a procurar su desarrollo según su método propio, la que se rompe cuando el modelo entra en un período de crisis que da paso a una revolución científica, la cual tiene por efecto natural procurar la sustitución de una matriz disciplinar por otra. Entonces, el ciclo vuelve a comenzar. El surgimiento de una nueva matriz disciplinar supone un descubrimiento que hace cuestionar las bases conceptuales sobre las que hasta entonces estaba pensado un problema, generalmente relacionado con una incorrecta adecuación entre la realidad tal y como ocurre y la teoría que la explica.

Estas consideraciones vienen al caso por el breve libro que se aborda en esta reseña. Se trata de La corporación como sociedad imperfecta, escrito por Brian McCall, profesor de la Universidad de Oklahoma, y que fue publicado en España por la Editorial Marcial Pons hacia mediados de 2015 gracias a la traducción de Clara Gambra Mariné. Puede sorprender que el libro (originalmente un artículo intitulado «The Corporation as Imperfect Society» y publicado en la Delaware Journal of Corporate Law 26/2, 2011, pp. 509-575) forme parte de una colección como Prudentia iuris dedicada principalmente a obras de derecho público o relacionadas con la filosofía política o del derecho, cuando aborda un tema tan característico del derecho mercantil como el de los gobiernos corporativos. Pero la sorpresa desaparece al comenzar su amena lectura, que rápidamente comienza a persuadir sobre la razonable y convincente tesis que propone el autor.

A su vez, el título de la obra lleva a engaño, pues se traduce literalmente del inglés, con la consiguiente pérdida del sentido que quiere transmitir. Corporación es ahí la sociedad anónima y no la entidad sin fines de lucro de origen romano con igual nombre que existe en diversos ordenamientos continentales. Quizá habría sido mejor traducir el título por «La sociedad anónima como comunidad imperfecta» o algo parecido, cuidado así de que la figura en análisis no pasase desapercibida. Con todo, la traductora previene al lector en la primera nota que los términos y conceptos utilizados, por ser propios del derecho anglosajón, pueden no encontrar exacta correspondencia en español. A este fin puede ser de ayuda al lector hispanoparlante el libro de John Balouziyeh publicado hace algunos años por la misma editorial (Las sociedades mercantiles estadounidenses, Madrid, Marcial Pons, 2012).

Salvo por el aspecto recién mencionado, el libro constituye ciertamente un aporte respecto del análisis de las reglas sobre gobiernos corporativos, porque no se queda en la consideración de los códigos de buenas prácticas o de las concretas reglas legales aplicables, tan habituales en el tratamiento especializado por parte de los mercantilistas y economistas, sino que sobrevuela la materia para ofrecer unas reflexiones sobre la (más correcta) sede dogmática de análisis del fenómeno. Para ello el autor cuenta con suficiente competencia, puesto que además de una formación académica adecuada en materias de derecho mercantil y filosofía política suma una previa experiencia en el mundo de los despachos de abogados. En este sentido, conviene recordar que ellos mismos, como ya constataba Garrigues en 1955, se han convertido en verdaderas empresas dedicadas a la gestión de intereses ajenos, donde el modelo de abogado tradicional es reemplazado por el renombre que la firma tiene en el mercado y la facturación que mensualmente genera. Por eso, McCall sabe bien de qué está hablando cuando muestra el funcionamiento teórico y práctico de las sociedades anónimas estadounidenses.

Como señala el propio autor, su objetivo con esta pequeña obra es aportar una nueva perspectiva a la pregunta de qué es una sociedad anónima y cómo debería ser tratada por la legislación (Capítulo I, pp. 13-17). Desde esta reflexión, la tesis que el libro pretende demostrar es que los gobiernos corporativos se entienden mejor desde el derecho público y la filosofía política que desde el derecho privado, por los intereses y bienes jurídicos comprometidos. Es ahí donde desea sentar baza con una (aunque no nueva sí poco conocida) aproximación a los gobiernos corporativos, que tiene connotaciones de revolución científica en el sentido antes apuntado. Que de esto surja una nueva matriz disciplinar dependerá de la adhesión de la comunidad jurídica y de los desarrollos que a partir de estas ideas puedan extraerse. Pero, y eso hay que destacarlo, el esfuerzo no deja ser atrevido, sugerente y, probablemente para más de alguno, hasta incómodo. En todo caso, cumple perfectamente el objetivo de hacer pensar sobre los gobiernos corporativos con una mirada comprensiva o de conjunto, centrándose más bien en la dimensión organizacional que en aquella contractual hacia la cual el análisis económico del derecho siempre ha tendido.

Para demostrar su tesis McCall comienza por recordar una afirmación que puede resultar una perogrullada: que las grandes sociedades de capital son sistemas de gobierno (p. 13). Aunque carezca de formación jurídica, este aserto a nadie sorprenderá y parecerá algo evidente, sobre todo cuando es de público conocimiento que las grandes trasnacionales manejan recursos que superan los presupuestos de muchos países y tienen estructuras de personal y representaciones con tal grado de extensión que incluso llegar a multiplicar por varias veces a algunas burocracias nacionales. La prensa se preocupa de recordarlo cada cierto tiempo y la cuestión venía ya anunciada por el economista canadiense John Kenneth Galbraith en su célebre obra El nuevo estado industrial (1967), donde analizaba el papel que desempeñaba ya por aquella época la gran sociedad anónima y sus mecanismos de poder económico y político, con repercusiones en el plano geopolítico, sociológico y ético. La crisis subprime que afectó a Estados Unidos y Europa en 2008, cuyas consecuencias siguen todavía presentes, es una buena muestra de que dichas reflexiones escritas en la convulsionada década de los sesenta del pasado siglo no eran equivocadas, y que las sociedades cotizadas siempre requieren una supervisión estatal por su incidencia sobre la sociedad civil y las personas.

Después de establecida esta premisa, el autor efectúa un diagnóstico sobre la aproximación tradicional de los gobiernos corporativos en Estados Unidos bajo el sugerente título de «un resumen de la metafísica corporativa» (Capítulo II, pp. 19-39). Ahí constata que ella siempre se ha hecho a partir de reglas de derecho privado, principalmente las relativas a las relaciones de agencia, derecho de propiedad de los accionistas y solución de los conflictos de interés, cuya finalidad última es la maximización del valor individual que reporta al accionista su participación. Es verdad que desde hace algunas décadas existe una cierta reacción contra esta concepción tan estrictamente individualista de la sociedad anónima, buscando conciliar en su seno también otros intereses dignos de consideración, sea de los trabajadores, los acreedores y aún de la colectividad y el medioambiente bajo la fórmula algo equívoca de «responsabilidad social corporativa» o, con mayor calado estructural, merced a la figura de las empresas sociales (B Corps según la denominación estadounidense) que empiezan a proliferar en distintos países, especialmente en el continente americano. Pero esos esfuerzos, pese a lo valiosos que pueden ser, tropiezan con un obstáculo basal: el análisis se sigue haciendo desde el derecho privado, que aborda los problemas bajo el prisma de un orden de relación entre las partes, ya natural, ya corregido por la ley. En las sociedades, sobre todo en las de capital, ese orden no existe porque ha cedido pasado a otro configurado sobre la idea de situación derivado de la existencia de una persona jurídica distinta a los socios individualmente considerados. En otras palabras, el derecho público aborda el fenómeno jurídico desde la perspectiva de su ubicación dentro de la hipótesis prevista por el ordenamiento jurídico, para responder a la pregunta de cómo se participa en una estructura que trasciende al individuo, mientras que el derecho privado lo hace a partir del nexo que entre las partes (consideradas formalmente iguales) surge por la actividad de la autonomía privada. Detrás existe, entonces, una distinta manera de organizar los vínculos que dan al interior de la sociedad civil, pues el orden de situación asume que se está en presencia de partes esencialmente diversas por naturaleza y que la estructura superior tiene una cierta preferencia en razón de su finalidad.

Si esto se traslada a las clásicas categorías filosóficas, en el derecho público rige la idea de justicia legal y distributiva, y en el derecho privado aquella de justicia conmutativa. Ya François Chénedé había intentado hace algunos años una reconstrucción del derecho privado de obligaciones bajo estas nociones de justicia, sosteniendo que también en éste cabía identificar relaciones que pertenecían al orden de las conmutaciones y otras al de las distribuciones, donde la justicia legal viene presupuesta. Precisamente, el derecho de sociedades comparecía en esta última clase por estar centrado en los conceptos de participación (de los miembros en la entidad) y reparto (de los beneficios obtenidos con la actividad común). Pero McCall va más allá, porque no propone sólo una relectura de los gobiernos corporativos dentro de los contornos del derecho privado, sino la huida de esta sede dogmática y la búsqueda de aquella que parece más idónea (Capítulo III, pp. 41-64). En su opinión, ella es la de la filosofía política, pues tal es la disciplina competente para regir el gobierno de cualquier sociedad, sea perfecta (como el Estado), sea imperfecta (como las sociedades). Dicha incardinación permite comprender la sociedad anónima desde la categoría de la comunidad política y formularse preguntas tales como cuál es el propósito de una sociedad anónima dentro de una comunidad mayor, cómo debería ella estructurarse, qué potestades corresponden a sus directivos sobre los demás miembros, o cuáles son sus deberes y responsabilidades. El autor no desconoce que detrás de la evolución del concepto de sociedad anónima hay un entrecruzamiento de los conceptos de comunidad con un fin público (carácter que revestían en Roma las corporaciones y fundaciones) y el contrato de sociedad, que no estuvo dotado en su origen de personalidad jurídica independiente a la de sus socios en razón del fin privado (muchas veces ni siquiera publicitado) que perseguía. Aunque hay antecedentes anteriores, es especialmente desde el siglo XX (en derecho continental diríamos desde la primera codificación) que la sociedad anónima comienza a ser vista como una persona jurídica que cumple fines económicos distintos del bienestar público, aunque todavía se reserve la autorización de su establecimiento al poder estatal. La libertad de constitución llegará recién bien avanzado el siglo XX. Que esto es así también para el derecho continental viene confirmado por el reciente libro del profesor José Luis García-Pita Lastres, intitulado La personalidad jurídica en el Derecho español: de la personificación de la administración pública a la personificación de las sociedades mercantiles (Santiago de Compostela, Andavira, 2ª ed., 2016).

Sirviéndose de conceptos aristotélicos, en el Capítulo IV (pp. 65-104) McCall caracteriza la sociedad anónima como un cuerpo imperfecto que, junto a otros, conforma la sociedad civil. Su objetivo es producir ciertos bienes económicos, el que también es imperfecto y se subordina a otro mayor, el bien común, para cuya consecución depende del resto de la sociedad civil. Esta forma de concebir la sociedad anónima tiene importantes consecuencias. Desde luego, por la dependencia del bien imperfecto que ella persigue respecto de aquel superior que comporta el fin de la sociedad civil, pues de ahí surgen ciertos deberes para los que ejercen la autoridad al interior de la sociedad anónima tanto hacia el conjunto de esa sociedad perfecta (la comunidad políticamente organizada en su totalidad) como hacia las personas que la integran (los accionistas). Asimismo, la dirección de la sociedad debe enderezarse teniendo en consideración ese bien común general, y no sólo el interés particular de los accionistas, porque la sociedad debe poder desarrollar su actividad con la suficiente autonomía (principio de subsidiaridad) pero sin olvidar que sus esfuerzos deben contribuir al bien común de toda la comunidad hacia la que se ordena (principio de totalidad). Siendo así, los administradores cuentan con ciertas potestades que les imponen los correlativos deberes que transcienden la sociedad anónima, y su responsabilidad queda establecida por el incumplimiento de ese servicio socialmente (y no sólo societariamente) exigible.

Toda esta visión es, por cierto, coherente con la comprensión práctica que existe en la actualidad de los gobiernos corporativos, pues la ley los aborda bajo el presupuesto de que se trata de unas reglas sobre la forma de dirigir cuerpos imperfectos (con todos los problemas que cualquier estructura de gobierno supone) y donde debe primar un interés superior (el así llamado «interés social») por sobre los particulares de los accionistas, incluido el del controlador. Por lo demás, la propia forma de actuación de muchos gestores y administradores demuestra que esta concepción es intuitivamente comprendida o está hasta cierto punto internalizada (Capítulo V, pp. 105-134).

El libro cierra con unas conclusiones que resumen las grandes líneas sobre las que ha versado la exposición (Capítulo VI, pp. 135-137). Ahí el autor constata que el conflicto se produce entre la persistencia de una explicación sobre los gobiernos corporativos basada en el derecho privado y la experiencia de los gestores y de los propios tribunales, quienes constatan que en la práctica la marcha de una sociedad anónima y sus conflictos internos se resuelven de otra forma. Por eso espera que sus reflexiones hechas desde la filosofía política, pero muy asentadas en la realidad concreta en que se desenvuelven las empresas en el mercado, ayude a los administradores y asesores jurídicos de las sociedades anónimas para comprender mejor el uso de la autoridad corporativa que les ha sido conferida. En suma, que la cuestión organizacional debe primar por sobre la meramente patrimonial.

Por supuesto, la obra reseñada es no sólo un ensayo basado en opiniones personales del autor y tiene un consistente aparato crítico, tanto de literatura especializada (toda ella anglosajona) y general (filosófica e histórica) como de jurisprudencia estadounidense sobre casos emblemáticos de gobiernos corporativos. De lo dicho se sigue que ella comporta un interesante punto de partida para repensar la materia desde la verdadera naturaleza de los problemas que subyacen tras los gobiernos corporativos, teniendo como criterios de solución la filosofía política y el derecho público. La invitación está hecha para quien quiera animarse.

Jaime Alcalde Silva