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A VUELTAS CON LAS OPERACIONES INTRAGRUPO DEL ARTÍCULO 231 BIS LSC

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Pronto hará un año de la promulgación de la Ley 5/2021, de 12 de abril, que ha traído consigo, como es notorio, cambios relevantes en nuestro Derecho de sociedades. Algunos de ellos debidos, como también se sabe, a la necesidad de transponer al ordenamiento jurídico español el contenido de la directiva 828/2017, sobre implicación a largo plazo de los accionistas; muchos otros, en cambio, son el resultado de una nueva “voluntad de reforma”, tan destacada en nuestra disciplina con motivo de los numerosos cambios habidos en ella tras el ingreso de España en la Unión europea. El precepto al que se refiere el presente commendario constituye un ejemplo relevante de ese afán reformista y suscita muy distintas cuestiones, como acredita la intensa atención que le ha dispensado la doctrina española. A algunas de esas cuestiones me referiré seguidamente, sintetizando el contenido de la ponencia que impartí hace unos días con motivo de una nueva edición del Congreso nacional de Derecho de sociedades que, promovido por Thomson Reuters, dirige con tanto acierto mi buen amigo Pedro Prendes Carril.

En síntesis, el art. 231 bis LSC viene a trasladar al ámbito del grupo y a las operaciones que tienen lugar en su seno el genérico criterio establecido en relación con las operaciones vinculadas, en particular respecto del tratamiento de la materia en el marco de las sociedades cotizadas; si bien, eso sí, con algunos matices relevantes precisamente debidos a la peculiar realidad de la empresa de grupo. Destaca entre ellos, en concreto, el hecho de que los miembros del órgano de administración de la sociedad filial nombrados por la dominante puedan votar con motivo de la aprobación, en su caso, de las operaciones intragrupo. Tal posibilidad, ciertamente singular, se justifica en la exposición de motivos de la Ley 5/2021 “para facilitar la economía y la planificación estratégica de los grupos de la que las operaciones internas constituyen un elemento indispensable”.

A la vista de esta sintética y muy clara formulación, resulta evidente la voluntad legislativa de favorecer el funcionamiento del grupo, en línea, por otra parte, con lo observado en algunos preceptos de la propia LSC, como sucede, señaladamente, en el art. 107, 1º, respecto de la transmisión inter vivos de participaciones sociales en la sociedad de responsabilidad limitada. Es dudoso, no obstante, que este criterio de política jurídica pueda llevarse a la práctica eficazmente teniendo en cuenta que el grupo se contempla en el art 231 bis LSC desde la perspectiva básica correspondiente a las operaciones vinculadas. Dicho de otra manera, se pretende aplicar un régimen concebido para el tratamiento singular e individualizado de determinados actos a un supuesto y a una estructura referidos, más propiamente, a una actividad organizada y sistemática de la que las respectivas operaciones forman parte.

Este desajuste, que me permito traer a colación ahora mediante el recuerdo de una formulación significativa para el correcto entendimiento del Derecho mercantil, resulta notorio, si se quiere de manera implícita, para el propio legislador, al considerar que las operaciones intragrupo, como acabamos de ver, constituyen un “elemento indispensable”  de nuestra figura; es más, cabría decir que dichas operaciones ponen de manifiesto la existencia de un singular mercado en el seno del grupo, una suerte, podríamos indicar, prosiguiendo con la anterior formulación, de “tráfico en masa”, donde la concreta transacción no es sino una pieza más de un entramado organizativo y negocial del todo específico.

No parece lógico, por ello, que una tal configuración empresarial sea tratada con los instrumentos básicos de una realidad sustancialmente diversa, a pesar de que, como acabamos de señalar, haya matices relevantes en el planteamiento regulador. Con todo, esta forma de proceder tiene ya considerable tradición entre nosotros cuando se trata de afrontar el nada sencillo problema de la ordenación normativa del grupo. Frente a un criterio de regulación orgánica, como, entre otros textos, se pretendía en el Anteproyecto de Código Mercantil de 2014, lo predominante, y, si se quiere, lo verdaderamente distintivo en nuestro Derecho respecto de este crucial asunto, ha terminado por ser un tratamiento puntual, fragmentario y disperso que no permite comprender la realidad de la empresa de grupo con pautas valorativas y ordenadoras equilibradas.

Sin duda, no era la Ley 5/2021 el ámbito propicio para afrontar esta delicada tarea, vistos los precedentes infructuosos -no sólo el citado Anteproyecto- que se han producido en diversas épocas entre nosotros. Pero, del mismo modo, no puede decirse que el art. 231 bis LSC fuera inevitable, ya que era posible concebir diversas opciones, desde el silencio del legislador hasta un tratamiento del problema desde la perspectiva, por ejemplo, de las ventajas compensatorias, contemplada tanto en la doctrina como en la jurisprudencia, merced a la conocida sentencia del Tribunal Supremo 695/2015, de 11 de diciembre. La toma de postura expresa que representa la norma en estudio se sitúa a medio camino de las opciones reseñadas, sin perjuicio de asumir un punto de vista, según ya he indicado, de favorecimiento del grupo, como medio pretendidamente idóneo para compensar, cabría decir, el tratamiento individualizador y también conflictual de las operaciones intragrupo.

Este segundo calificativo resulta, en todo caso, esencial para que la disciplina establecida pueda ser aplicada, ya que sólo entrarán en su órbita, es decir, podrán ser sometidas a aprobación (o, quizá mejor, a dispensa) aquellas operaciones “sujetas a conflicto de interés”, tal y como en diversos apartados del art 231 bis LSC se señala. Cuando la Ley 5/2021 era mero proyecto, aun llevando en su seno íntegramente dicho precepto, escribí un commendario donde intenté señalar un defecto, a mi juicio, notorio de la norma en cuestión y que se ha conservado sin modificación alguna en la versión definitiva. Me refiero, por una parte, a la consideración exclusiva de los intereses de la filial y de la dominante, ignorando la presencia en los grupos de otros intereses relevantes, en particular, aunque no solo, el interés del propio grupo (quizá equivalente al interés de la empresa del que habla ahora el art. 225, 1º LSC).

Por otra parte, esa lógica conflictual, seguramente derivada de la asunción de la lógica propia de las operaciones vinculadas, no sólo es elemento constitutivo del régimen jurídico relativo a la aprobación de las operaciones intragrupo, sino que se nos muestra como una circunstancia “natural” del funcionamiento de los grupos; dicho de otra manera, no sólo hay conflictos de interés en el grupo, sino que tal contraposición de intereses se dará siempre y necesariamente cuando se produzca la interacción, por vía de las operaciones que nos ocupan, entre sociedad filial y sociedad dominante.

No es posible ignorar, desde luego, que el reseñado criterio ha estado presente en muy diversos ámbitos con motivo de la concepción y la elaboración, en su caso, del Derecho de los grupos de sociedades. Pero también desde temprano se ha puesto de manifiesto la frecuente compatibilidad de tales intereses, en el marco de una constatación congruente con el funcionamiento habitual de muchos grupos; me refiero a que, en numerosas ocasiones, la sociedad filial encuentra el mejor camino para la tutela de sus intereses, y de los relativos a los colectivos directamente vinculados con ella (sus socios externos y sus acreedores), merced a su integración en un grupo. Y, en cualquier caso, la forma de superar o resolver el concreto conflicto que pudiera plantearse no pasa, según demuestra la experiencia comparada, por una solución como la reflejada en el art. 231 bis LSC.

El riesgo de que, de este modo, se burocratice hasta extremos sumamente inconvenientes el funcionamiento de los grupos no es ilusorio; y es posible, incluso, que el mismo legislador haya sido consciente de tal circunstancia al introducir, como de soslayo, una singular cláusula dentro del precepto que nos ocupa, susceptible a priori de reducir esa burocratización o, cuando menos, de encarrilarla dentro de unos cauces menos incómodos. Se trata de la fórmula que, recogida de manera expresa en los apartados primero y tercero de la norma en estudio, hace posible ir más allá de la aprobación individual, y caso por caso, de las operaciones intragrupo, al permitir la consideración conjunta, a efectos igualmente aprobatorios, de las “previstas en un acuerdo o contrato marco”. Es esta una válvula de escape significativa con la que el legislador, en cierto sentido, “se lleva la contraria” a sí mismo y abre un camino de simplificación, seguramente útil para el funcionamiento de los grupos.

Que esta posibilidad solo se mencione a propósito de la competencia de la junta general y de los órganos delegados y miembros de la alta dirección, también competentes, en su caso, para la aprobación de las operaciones intragrupo, y no se haga en relación con los administradores sociales resulta sorprendente. Ese silencio, sin embargo, no puede ser interpretado, al menos a mi juicio, como si se impidiera su consideración cuando sea el órgano administrativo el competente para aprobar las operaciones intragrupo, lo que, en principio, será relevante en la mayoría de los supuestos. Conviene basar aquí la interpretación no tanto en la literalidad de la norma, cuanto en su teleología o propósito finalista, sin perjuicio, claro está, de las peculiaridades en punto al conflicto de interés de los propios administradores a las que se refiere el art. 231 bis, 2º LSC, en su inciso final, trayendo a colación precisamente el fairness test contemplado en el art. 190, 3º LSC.

A propósito, finalmente, de la competencia reconocida a los “miembros de la alta dirección”, no quiero ignorar una circunstancia aparentemente menor, que, no obstante, considero significativa al menos desde un punto de vista dogmático. Ya es llamativo que estos profesionales, mencionados sin matización alguna en la norma, lo que deja sumamente abierta sus posibilidades de intervención en el tema que nos ocupa, reciban expresa competencia para aprobar, en su caso, las operaciones intragrupo, dentro de los matices considerados al efecto en el párrafo tercero de la norma en estudio. El escrúpulo dogmático se deriva de que, para el legislador, su presencia como aprobadores de las mencionadas operaciones se deriva de una delegación, en aparente equivalencia con el consejero delegado o la comisión ejecutiva.

No parece dudoso, sin embargo, que el director general o el director financiero resulten ajenos a cualquier consideración orgánica, ámbito en el que, dentro de nuestro Derecho de sociedades, ha de situarse la delegación. Su condición de mandatarios, con o sin poder de representación, parece obvia, y no deben ignorarse las cuantiosas diferencias que, desde un punto de vista técnico-jurídico, separan a la delegación del mandato. La cuestión resulta obvia para la dogmática jurídica, tanto desde la perspectiva del Derecho privado, como del Derecho público; no en balde, en este último ámbito, se inserta una obra capital del pasado siglo, precisamente llamada Delegación y mandato en Derecho público (traduciendo ahora el título originario alemán), debida a la acreditada pluma de Heinrich Triepel, y de la que se hizo eco entre nosotros, con particulares aportaciones, el maestro García de Enterría en un libro por tantos conceptos recomendable (Legislación delegada, potestad reglamentaria y control judicial, Madrid, Tecnos, 1970; 3ª ed., Thomson-Civitas, 2006).

Si traigo a colación este recuerdo no es por pura y, en mi caso, reducida erudición; se trata, más bien, de no confundir los distintos planos que concurren en el tema ahora expresado, al margen, desde luego, de la opción de política jurídica que, en nuestro caso, se ha querido asumir para hacer más aparentemente rápida y, si se quiere, provista de un cierto automatismo, la aprobación de las operaciones intragrupo. No sería inconveniente, por ello, una profunda revisión técnica del precepto, si bien la práctica de los grupos en la materia nos irá mostrando los caminos que la realidad empresarial ha de buscar para que, sin merma del respeto a la norma, pueda llevarse a buen puerto el funcionamiento eficiente de esta singular forma de empresa que el grupo constituye en nuestros días.