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PARA EL ESTUDIO Y LA EDICIÓN DE LOS CLÁSICOS

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Desde hace ya varios lustros, andan azacaneados nuestros profesores universitarios, recorriendo un improbable camino “entre la ceca y la Aneca”, si se me permite la licencia, a fin de superar acreditaciones varias, sin perjuicio de otras múltiples evaluaciones, susceptibles de facilitar o acelerar, en su caso, la carrera académica. No ha sido siempre así, como es bien sabido; pero el signo de los tiempos tiene sus propias exigencias, entre las cuales se cuenta, y en qué gran medida, la necesaria y progresiva observancia de requisitos, cumplimientos burocráticos, sometimientos a instancias evaluadoras y otros muchos extremos, de los cuales haré gracia al lector, al que supongo suficientemente informado de todos ellos.

El caso es que, con la implantación progresiva del complejo entramado que acabo de describir se ha venido produciendo un llamativo proceso de sustitución en el ámbito, se suponía que estable, de los géneros literarios disponibles para el investigador universitario, sobre todo en el terreno, que es del mi particular conocimiento, de las Humanidades y las Ciencias sociales. Como ejemplo servirá, según creo, el género particular de las recensiones, trabajo confiado en aquellos tiempos del couplet a los neófitos, que debían velar sus armas para conseguir la destreza requerida por estudios de mayor enjundia. Por ser autor de numerosas reseñas, entiendo desacertado este criterio, a pesar de haber iniciado mi trayectoria de investigador “en modo reseña”, si vale la expresión, tan de nuestros días, sin haber comprendido, quizá, la grandeza y la dificultad de este singular género.

No es hoy frecuente incitar a los jóvenes estudiosos a la elaboración de recensiones; y si conseguimos que las escriban suele ser a costa de una no disimulada oposición, basada en el argumento, en nuestros días inapelable, de que este tipo de trabajo carece de valor a los efectos, tan relevantes, de los sexenios y/o de las acreditaciones. Por tal motivo, y con evidente gusto, sigo escribiendo recensiones, dado que el hecho de sintetizar y exponer con la mayor claridad posible argumentos ajenos, al tiempo que se formula un matiz o se manifiesta alguna crítica, tiene un alto valor formativo, además del aprendizaje que se obtiene de las ideas del autor, evidentemente si el libro es bueno

Menos relevante aún, y en el ámbito jurídico apenas practicado, es el género consistente en ocuparse, se entiende que científicamente, de los clásicos, tomando este término con la mayor amplitud posible, sin limitarlo, como suele ser costumbre, a quienes se sitúan a una distancia de siglos respecto de nosotros mismos. La indicada ocupación, como resulta notorio, admite varias posibilidades, que van desde la edición, en sentido literario, de una obra clásica de interés para la disciplina que se cultiva, hasta la conversión del clásico –rectius, de su trayectoria académica y científica- en objeto mismo de investigación.

Y digo que su práctica resulta infrecuente cuando no insólita por parte de los juristas, a la vista de que los clásicos más lejanos en el tiempo resultan de muy difícil tratamiento por el profesor de una disciplina positiva, por las dificultades técnicas, lingüísticas, de contexto histórico, etc. que tal empresa acarrearía. Se cuentan con los dedos de una mano los mercantilistas que se han acercado a la historia de la materia con el método pertinente, así como con el debido rigor; y aunque esa dedicación no haya tenido, por lo común, carácter exclusivo, precisamente por la necesidad de atender a la dimensión positiva de la materia, han contribuido mediante su esfuerzo a esclarecer problemas no bien resueltos, a los que se despacha en el aula o en el seminario con una simplificada alusión, si se llegara, lo que no siempre sucede, claro está, a producir.

Los nombres de Jesús Rubio, José María Muñoz Planas y, más recientemente, de Santiago Hierro, han de quedar mencionados y elogiados, en esta brevísima –porque la realidad del commendario no da para más- orla de mercantilistas con sensibilidad histórica. A lo que habrá de añadirse, de inmediato, que el cultivo del pasado histórico de una disciplina por juristas de “tono estrictamente positivo”, parafraseando a Carlos Fernández Novoa, puede resultar, si se hace la manera adecuada, no sólo de interés para su historia, sino, de manera muy notoria, para el presente, cuando se opera sobre instituciones de larga andadura temporal.

Con todo, son numerosas las obras relativamente recientes –pensemos en el siglo pasado- que merecerían sin duda el elogio de su consideración actual a través de un proceso de edición no especialmente revestido de dificultades técnicas; y, desde luego, no faltan los autores cuya trayectoria podría ser objeto directo de investigación, superando la tendencia, por desgracia, tan habitual de convertir la alusión al clásico, sobre todo si no se encuentra muy alejado de nosotros, en un mero ejercicio laudatorio, cuando no directamente hagiográfico. Si siempre conviene tener presente la fórmula de “por sus obras los conoceréis”, no habrá mejor recuerdo del clásico que el aquí propuesto, tomando su doctrina como una estricta aportación, cuyo relieve se trata precisamente de discernir, desde luego en el contexto de su época, pero también a la luz de las circunstancias actuales, como antes he señalado.

Se cumpliría de este modo una doble finalidad: de un lado, rescatar del olvido aquello que por su calidad intrínseca debiera gozar, dentro de lo posible, de actualidad permanente; de otro, encontrar el hilo de la continuidad histórica, como decía el maestro Girón a propósito del Derecho mercantil, entre el pasado y el presente, de manera que se conjurara el horror vacui, uno de los grandes temores, por no decir el principal, de todo ordenamiento jurídico. Y es que, a diferencia del regreso cambiario, que puede ser activado, como es bien sabido, per saltum, la historia no sólo necesita de la sucesión vinculada de acontecimientos, circunstancias y procesos, sino que todas estas magnitudes, debidamente enlazadas, constituyen su auténtica y, en buena medida, única razón de ser.

Podrían oponerse a lo que vengo diciendo dos niveles distintos de objeciones: de un lado, una, de carácter propiamente sustantivo, apoyada en el hecho de que la desaparición de una persona –en nuestro caso de un jurista- trae consigo, si se quiere de manera inevitable, no sólo el deterioro progresivo de su memoria, sino la pérdida de vigencia de su pensamiento y de su obra. Se trata de un argumento que, en el mundo jurídico, quizá alcance mayor relieve que en otros saberes, como consecuencia de la imperiosa necesidad que afecta a los juristas de dar cauce en su época al elenco normativo e institucional integrante del Derecho del momento. Así lo destacó, a propósito del maestro Garrigues, el profesor Girón con motivo de su ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, para en el mismo texto, es decir, en el preámbulo de su discurso de ingreso en la docta casa (de lectura más que recomendable), postular de inmediato una línea de trabajo en torno al pensamiento y la obra de Garrigues, a la que, modestamente, quiere prestar su adhesión este commendario.

La segunda objeción a la propuesta de “revisitar” a los clásicos tiene un matiz adjetivo y, quizá con mayor exactitud, puramente circunstancial, lo que no quiere decir que carezca de importancia. Se trata de saber si el tipo de trabajo científico que vengo comentando merecería el parabién de las instancias evaluadoras de la investigación universitaria, bien a propósito de la edición de textos pasados, bien con referencia al tratamiento sistemático de los estudios y monografías publicados por juristas de otra época. Y lo planteo, no tanto en su dimensión histórica o, mejor dicho, en el ámbito correspondiente a la Historia del Derecho, sino en lo que toca directamente a una disciplina, como el Derecho mercantil, asociada, desde luego en lo científico, pero sobre todo en el terreno práctico, a la interpretación y la aplicación de la normativa vigente.

A mi juicio, la respuesta ha de ser positiva y no sólo, desde luego, por consideraciones de lege ferenda, sino también por estrictas razones derivadas de nuestro oficio. Y para muestra, así como para ir concluyendo este commendario, bastará el siguiente botón. Hace ya unos cuantos años, con motivo de la elaboración de un dictamen a propósito de un asunto complejo, expresivo de un arduo conflicto de intereses, tuve la necesidad de plantearme, como hipótesis plausible, la posibilidad de dar por buena una suerte de “reactivación de hecho” de una determinada sociedad, supuestamente disuelta de pleno derecho, al hilo de la conducta desarrollada por la misma a lo largo de una secuencia temporal no precisamente breve. La reactivación no era por aquel entonces una figura desconocida para nuestro Derecho, si bien el problema al que se refería el dictamen obligaba a dar un cierto rodeo a la situación, con el fin de encontrar una salida razonable y equilibrada.

Buscando por aquí y por allá encontré que esa singular forma de reactivación había sido postulada, con sencilla claridad, por el maestro Uría, hacía ya unas cuantas décadas.  Al margen de lo que pueda pensarse en torno a su acierto o a su viabilidad, dejando ahora las inacabables disputas de los autores, resulta evidente que no sólo para aquel lejano dictamen fue una tabla de salvación, a la vista de que permitía fundamentar sobre la base de nuestra mejor doctrina, una posibilidad cuando menos discutible. Y es que, con carácter más general, la idea de la reactivación de hecho permitía poner de manifiesto, con especial relieve, lo que algún jurista alemán denominó “la fuerza normativa de lo fáctico”, fórmula de extraordinario valor, sobre todo cuando hablamos de Derecho privado, como nos recuerda, en el terreno societario, nuevamente, la plena “normalización” de supuestos relevantes y frecuentes como el que representa, sin ir más lejos, el administrador de hecho.

No hace falta insistir; ojalá lleguen pronto estudios como los aquí postulados, sin mengua evaluadora alguna para sus autores.