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CONFLICTOS DE INTERESES ATÍPICOS EN LA REFORMA DE LA LSC

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

 

Una de las novedades más interesantes del proyecto de ley para la mejora del gobierno corporativo en lo que atañe a la Junta general es la que se refiere a los conflictos de intereses que puedan afectar al socio con motivo del funcionamiento de dicho órgano. Como es bien sabido, en la actualidad dicho asunto se contempla únicamente respecto de la sociedad de responsabilidad limitada (art. 190 LSC), con una regulación que no ha dejado de suscitar problemas interpretativos, tanto en lo relativo a la naturaleza de la norma (si estamos o no ante un numerus clausus), como al significado de algunos de los supuestos de conflicto allí considerados. Sin perjuicio de otros matices, la reforma que nos ocupa pretende modificar el precepto indicado en dos direcciones: generalizando, de un lado, la disciplina proyectada a todas las sociedades de capital, a la vez que se reconoce, de otro, la posibilidad de los conflictos de intereses atípicos. No hay mucho que decir, en verdad, respecto del primer objetivo, pues parece evidente la necesidad de contemplar los efectos de los conflictos de intereses de los socios en las restantes sociedades de capital (sobre todo en la anónima). Además, la regulación del proyecto en esta materia puede considerarse sustancialmente continuista si se la compara con el régimen vigente en estos momentos; las situaciones de conflicto que ahora se tipifican no se alejan, en esencia, de las que recoge el art. 190 LSC, y el efecto que de ellas se deriva para el socio en conflicto de intereses sigue siendo el deber de abstenerse en la votación correspondiente.

Más innovación encontramos en el segundo de los temas antes enunciados, es decir, en la  cuestión de los conflictos de intereses atípicos. A este respecto, no conviene ignorar que la doctrina mayoritaria entiende que la enumeración contenida en el art. 190 LSC tiene carecer exhaustivo, sin que sea posible, por vía interpretativa o analógica, admitir otros supuestos de conflicto entre el interés social y el interés del socio que supongan para éste el deber de abstenerse de emitir su voto. El acierto, a  mi juicio pleno, de este punto de vista no ha servido para desconocer la frecuencia con la que se observan en la vida societaria otras situaciones de conflicto, como las de carácter indirecto, por ejemplo, que, al no estar previstas legalmente, habrán de quedar al margen de la sanción establecida en la norma. Desde el punto de vista del proyecto, esos conflictos existen y, además, resultan jurídicamente relevantes, si bien lo más importante que se nos dice sobre sus efectos es que, en tales casos, “los socios no quedarán privados de su derecho de voto”. Y esta afirmación lapidaria se acompaña de un extenso párrafo en el que los conflictos atípicos producen alguna consecuencia jurídica sólo “cuando el voto del socio o socios incursos en conflicto haya sido decisivo para la adopción del acuerdo”. En esos supuestos, y si se llegara a impugnar el correspondiente acuerdo, corresponderá a dichos socios “la carga de la prueba de la conformidad del acuerdo con el interés social”.

Dejando ahora otras particularidades contenidas en la norma proyectada, la primera impresión que se deduce de esta regulación es la de que los conflictos atípicos no constituyen, para el legislador, conductas de especial gravedad, a pesar de que en todos ellos se pueda apreciar una nítida tensión entre el interés del socio y el común interés social susceptible de producir consecuencias negativas para este último. Se diluye así, cabría decir, la “antijuridicidad” del conflicto, sólo relevante, en la norma proyectada, respecto de los conflictos típicos, de los que se deduce un efecto sin duda importante como es la prohibición de emitir el voto por el socio afectado. Y es que la impugnación del acuerdo al que hubiera concurrido con su voto el socio en conflicto (atípico) de intereses no se deriva de su posible significado material, sino del hecho, puramente cuantitativo, de que dicho voto haya sido decisivo para la adopción del mismo. Como en otros supuestos regulados, relativos a los administradores y también a la Junta general, el proyecto da aquí prioridad a la estabilidad societaria, lo que no ha parecido incompatible a sus autores con el propósito, más aparente que real, de fomentar la participación de los socios en la vida corporativa.

Ante el proyectado tratamiento de los conflictos atípicos –genérico, aséptico y desprovisto de consecuencias-  se abre, en mi opinión, un importante temario relativo al relieve que pueda jugar en dicha materia la libertad contractual. De entrada, nada parece impedir que los estatutos delimiten, con la precisión debida, variados supuestos de conflictos de intereses de sus socios; habrán de ser obviamente distintos de los tipificados legalmente y deberán describir situaciones de auténtico conflicto, es decir, de contraposición sustancial, y no aparente, entre el interés particular del socio y el interés social; al mismo tiempo, el efecto jurídico de tales situaciones conflictivas no podrá consistir en la privación del derecho de voto al socio afectado, ya que, como resulta notorio, esta materia resulta indisponible para la autonomía de la voluntad. Sí cabrá, en cambio, fijar otros efectos, seguramente sancionatorios, en el caso de que el socio en conflicto emita su voto, sin que haya problema alguno de compatibilidad con la posible impugnación del acuerdo, en los términos antes indicados. Queda abierto el tema, en tal caso, de cuáles podrán ser dichos efectos y de qué libertad se dispondrá para el establecimiento de sanciones al socio que vote en situación de conflicto. Nos introducimos, así, en una materia poco explorada en el Derecho español de sociedades de capital y susceptible de producir, por su propia naturaleza “conflictiva”, valga la redundancia, tensiones diversas en la organización y funcionamiento de la sociedad.

 

José Miguel Embid Irujo