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LA LIQUIDACIÓN, UN ROMPECABEZAS JURÍDICO

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

 

Cuando explicamos el Derecho de sociedades y nos adentramos en los continuos meandros que surgen a partir de la disolución es frecuente, por la evidente necesidad de sintetizar y simplificar, el recurso a un planteamiento lineal; así que, sin mayores matizaciones, comenzamos por decir que, una vez producida la disolución, se abre el proceso de liquidación, integrado por fases diversas y con objetivos nítidos, tras el cual se llegará a la extinción de la sociedad mediante la cancelación en el Registro de los asientos correspondientes. Es claro que a esta secuencia objetiva-temporal, si vale la fórmula, suele seguir alguna aclaración sobre los términos y su contenido, siempre condicionada por las urgencias docentes y la sustantiva dificultad de la materia.

Parece evidente, no obstante, que si el planteamiento lineal sirve como muleta o sostén (elija el lector lo que prefiera) para el curso que inevitablemente ha de observar cualquier liquidación, también resulta notorio que en ese proceso pasa o puede pasar de todo. De modo que la linealidad metodológica, siempre conveniente, habrá de matizarse de acuerdo con el curso de los hechos y con los que en ellos suceda. Hace ya tiempo que la doctrina más atenta a la evolución de las instituciones no deja de subrayar la amplitud de posibilidades que se abren en numerosos procesos liquidatorios y que sirven para poner a prueba, desde luego, la pericia de los liquidadores, así como la plasticidad de los mecanismos societarios. No conviene olvidar que la sociedad (en liquidación) mantiene su personalidad jurídica, aunque sea a los fines que el propio proceso liquidatorio ha de servir.

Y aquí tenemos un nuevo punctum dolens, puesto que no siempre resultan claros esos fines y, en todo caso, su claridad sólo será evidente y útil, a la par que congruente con la teleología de la institución, si permiten absorber los requerimientos de la práctica, si sirven para evitar la pérdida de valor de los bienes sociales, si predisponen una eficiente estructura orgánica de la sociedad y si, en última instancia, consiguen satisfacer a los acreedores sin dejar de complacer, en lo posible, a los socios. Demasiados objetivos para una modesta institución jurídica o, si se prefiere la fórmula castiza, “mucho arroz para tan poco pollo”, sobre todo si esta cotidiana ave no ha sido debidamente alimentada…

Venía yo pensando en todo esto, cuando me he topado con la resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 7 de marzo de 2019 (BOE de 4 de abril), donde se nos presentan los acuerdos de una sociedad de responsabilidad limitada que sirven al cese de sus administradores, a su disolución y, en fin, al nombramiento de un liquidador. Tales acuerdos se adoptaron en la Junta general celebrada el 31 de mayo de 2018, posponiendo los efectos del cese de los administradores al 31 de julio del mismo año, con la finalidad de que llevaran a cabo el traspaso del negocio que constituía la actividad social. Por su parte, el nombramiento del liquidador produciría efecto desde el 1 de agosto de 2018.

El registrador mercantil calificó negativamente la escritura, lo que no impidió que, con posterioridad, se presentara otra vez junto con una nueva por la que se elevaban a público los acuerdos adoptados en la Junta general de 28 de septiembre de 2018 en la que se ratificaban, mediante decisión unánime, los acuerdos anteriores. Interpuesto recurso, la Dirección General lo desestima, confirmando la calificación impugnada.

La resolución, breve y clara, afronta el singular supuesto derivado de la persistencia del órgano de administración de la sociedad, una vez iniciado el proceso de liquidación, postergando la “entrada en juego” del liquidador designado al efecto. Y ello, con la finalidad de que los antiguos administradores puedan transmitir el negocio que constituía la actividad social, tarea ésta que más bien parece situarse entre las competencias del liquidador, de acuerdo con lo que se deduce de la disciplina establecida en la LSC y, sobre todo, de la naturaleza propia de la liquidación. No se nos dice cuáles fueron los motivos desencadenantes del supuesto enjuiciado, y quizá hubiera sido interesante conocerlos, sobre todo, porque, como reconoce el propio Centro directivo, en alguna de sus resoluciones (concretamente, en la de 3 de agosto de 2016) se aceptó “la actuación de hecho de un órgano de administración con posterioridad a la disolución”. Esta circunstancia, no obstante su heterodoxia, tenía un buen motivo a su favor, porque procedía “en presencia de situaciones patológicas y para evitar la acefalia de la sociedad y asegurar la efectividad del principio de continuidad de la empresa”, siguiendo a tal efecto la conocida doctrina judicial del Tribunal Supremo.

El silencio sobre los motivos permite entender al intérprete que no se han dado, en el caso presente, las “situaciones patológicas” justificativas de la excepción a la regla en el ámbito orgánico ahora considerado. Por tal motivo, la resolución va derecha a la afirmación de los principios fundamentales de la liquidación que, en lo que ahora interesa, toman como punto de partida lo dispuesto en el art. 374, 1º LSC, según el cual, como es sabido, “con la apertura del período de liquidación cesarán en su cargo los administradores, extinguiéndose el poder de representación”. Y continúa la Dirección General recordando que, si no se hubiera designado específicamente a los liquidadores, asumirán los administradores, por ministerio de la Ley (art. 376 LSC), la posición y las funciones propias de estos últimos. Por último, se recuerda igualmente que corresponde a los liquidadores, con arreglo al art. 376, 1º LSC, entre otras cosas, “velar por la integridad del patrimonio social en tanto no sea liquidado y repartido entre los socios”.

Sobre la base de este conjunto de consideraciones, concluye el Centro directivo que “producido el cese del órgano de administración por la disolución de la sociedad y apertura de la liquidación y habiendo sido designados liquidadores, que aceptan su cargo, no cabe prorrogar el cargo de aquéllos a un momento posterior por no resultar posible en nuestro ordenamiento la coexistencia de ambos órganos”.

En realidad, y como se recuerda oportunamente en la parte final de la resolución, el recurrente no discutió la calificación del registrador, limitándose a afirmar, sin más, que “la ratificación posterior en junta general del acuerdo inicial salva el defecto señalado y permite la inscripción desde dicha fecha”. Pero, si se mira bien, con este planteamiento se desenfoca por completo la cuestión, ya que el hecho obstativo de la inscripción “no es que el acuerdo sea anterior a la fecha de cese efectivo del órgano de administración”; se trata, más bien, “de la imposibilidad de hacer constar en el asiento correspondiente de disolución y designación de liquidadores que el administrador cesado continúa en el ejercicio de su cargo”, para llevar a cabo, además, una actividad típica y propia de la liquidación, como es la transmisión del negocio que da sentido y razón a la existencia misma de la empresa. Estamos, por ello, ante un acuerdo –el adoptado por la primera Junta general- que carece intrínsecamente de validez, “defecto de legalidad que no queda sanado por la reiteración (sic, quizá ratificación) llevada a cabo en una segunda junta general”.

Poco hay que añadir al contenido de esta resolución, que se mueve, como se habrá podido apreciar, en el plano de la ortodoxia característica de la liquidación societaria. Es cierto, como también se ha advertido, que, desde la perspectiva del órgano encargado de aplicar el Derecho (y más, en el caso del Derecho de sociedades), siempre pueden tomarse en consideración determinadas circunstancias, susceptibles de alterar o, en su caso, modular la aplicación concreta y efectiva de las normas. Tales circunstancias, como confirma, además, la propia jurisprudencia registral, se presentan de forma muchas veces imprevista en el marco de los hechos enjuiciados, si bien con la suficiente intensidad como para hacer inexorable su consideración.

No estoy seguro, con todo, de que haya de limitarse la operatividad de los factores imprevistos a las “situaciones patológicas”, sin perjuicio, por otra parte, de la imprecisión inherente a dicha fórmula. Conviene tener en cuenta, en fin, que lo patológico, a veces, consiste en demorar o aplazar ciertas actuaciones, cuando su realización tempestiva, con independencia de quien la lleve a cabo, podría llegar a ser la mejor manera de satisfacer los diversos y no siempre coincidentes intereses presentes en una determinada situación conflictiva. Merece la pena darle una vuelta al asunto sin que ello haya de llevarnos, necesariamente, a la heterodoxia sistemática, con grave desconocimiento de la legalidad.

BOE-A-2019-4991