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LA SUPREMACÍA DEL INTERÉS SOCIAL

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

 

Si hubiera que buscar un elemento clave del moderno Derecho de sociedades (de capital), apto para condicionar o, cuando menos, modular el significado de las restantes figuras y técnicas de la disciplina, lo encontraríamos sin especial dificultad acudiendo al interés social. Pero (siempre hay algún pero en la vida), el solo enunciado de dicha fórmula no resulta, digamos, autoevidente, a diferencia de lo que sucede cuando hablamos, por ejemplo, de “estatutos sociales”, “junta general” o “disolución”, para fijar nuestra atención en nociones nucleares de la disciplina, situadas, por lo demás, en fases distintas de la vida y el funcionamiento de la sociedad. No se me oculta, por supuesto, que la evidencia significativa de tales términos no es absoluta y que, tras su invocación, corresponderá al jurista distinguir y, como quería Ihering, también separar, de modo que puedan resultar operativos en la realidad para cuya debida comprensión han sido formulados.

El caso del interés social, con todo, es muy otro, a pesar de que su continua invocación con el fin de decidir si ha sido vulnerado o no por una determinada conducta u omisión dentro de la esfera societaria pudiera hacer pensar lo contrario. Parece ser que el maestro Garrigues decía, con sentido del humor, que disculparía el sobresalto producido por una llamada telefónica a altas horas de la madrugada si el inoportuno sujeto le revelaba lo que era el Derecho mercantil. Parafraseando al gran mercantilista español, lo mismo podríamos decir si el comunicante, cualquiera fuera el medio empleado, resolvía nuestra angustia como estudiosos en torno al significado auténtico del interés social.

No me extenderé por ello alrededor de la abundantísima doctrina que ha intentado esclarecer esta noción, ni aludiré, como quizá temía el lector, a las dos orientaciones básicas (contractualista e institucionalista), que, sin perjuicio de múltiples planteamientos intermedios, siguen constituyendo la referencia fundamental en torno a la que gira el análisis del interés social por los autores. Tampoco aludiré a la relevante ocultación de nuestra figura que trajo consigo la efervescencia, ya pasada, a mi juicio, del análisis económico del Derecho, planteamiento reductor donde los haya, que aspiraba a tratar la complejidad de la realidad jurídica con el remedio único, a la vez que infalible, de la eficiencia.

De este modo, aun no sabiendo lo que el interés social pueda ser (del mismo modo que yo, modesto escribiente, ignoro lo que sea el commendario, aunque lo practique todas las semanas), mucho más relevante resulta constatar su ubicuidad a lo largo del ancho mundo societario; en tal sentido, su mera alegación permite resolver sin aparentes dudas complejos problemas del Derecho de sociedades, no sólo en el terreno, ciertamente clásico, de la impugnación de los acuerdos sociales (sean de la junta o del consejo de administración), sino en el ámbito, todavía más intrincado, de la actuación de los administradores, con particular incidencia en su deber de lealtad. Es el mundo, prácticamente sin orillas, del conflicto de interés, cuya actualidad y extraordinaria proyección práctica dentro del ámbito societario, con especial incidencia en lo que atañe a la conducta de los administradores, son tan relevantes que no necesitan mayor aclaración.

De todo ello se da cuenta en la sentencia del Tribunal Supremo 613/2020, de 17 de noviembre, de la que ha sido ponente el magistrado Rafael Sarazá Jimena. Se trataba de un asunto relativamente complejo, referido, en particular, a la conducta desarrollada por dos miembros del consejo de administración de una sociedad anónima, designados, mediante el sistema de representación proporcional, por uno de los accionistas de esta última. Dicho accionista, una importante sociedad cotizada, había entrado en el capital de la sociedad anónima en cuestión con el fin de dar apoyo a la actividad de algunas sociedades de su grupo, cuyo objeto social mostraba significativas coincidencias con el de aquélla. Al mismo tiempo, la sociedad cotizada y los restantes de la sociedad anónima que nos ocupa habían suscrito un “pacto de accionistas”, posteriormente trasladado a sus estatutos; entre otras cosas, el acuerdo fijaba en seis el número de consejeros, requiriéndose una mayoría de 5/6 para la adopción por el consejo de un gran número de cuestiones, entre las cuales destacaba “la formulación o aprobación de las cuentas anuales de sociedad o de cualquier filial participada al 100%”.

Por razones diversas, los dos consejeros designados por la sociedad cotizada se opusieron sistemáticamente a la aprobación de las cuentas anuales entre los años 2013 y 2015. En este último año se produjo una importante modificación en el capital social, entrando en la sociedad anónima un nuevo accionista que asumió el control mayoritario de la misma; su primera pretensión fue la designar nuevo director general de la sociedad, lo que resultó imposible por la oposición de los dos consejeros repetidamente citados, y ser necesaria a tal efecto la mayoría reforzada de 5/6. En segundo lugar, y constituida una junta general extraordinaria, se produjo la dimisión de tres consejeros, procediendo el socio mayoritario a designar otros tres en su lugar. En la misma junta, este último accionista propuso ejercitar la acción social de responsabilidad contra los dos consejeros opositores, acuerdo que se adoptó con su voto favorable, lo que trajo consigo el cese inmediato de estos últimos y el nombramiento de otros tantos nuevos consejeros.

El motivo aducido a tal fin fue, en síntesis, que los cesados no habían evitado las situaciones de conflicto de interés entre la sociedad cotizada que los había designado y la sociedad que administraban; se hablaba, en tal sentido, de un “conflicto estructural y permanente” que había provocado perjuicios a la sociedad anónima, por lo que no podía resultar procedente que la sociedad cotizada, afectada de lleno por el conflicto de interés, volviera a nombrar consejeros, dos, en su caso, por el sistema de representación proporcional.

La mencionada sociedad cotizada y otro accionista de la anónima impugnaron los acuerdos adoptados en la junta general extraordinaria, sin que el juzgado de lo mercantil competente estimara las correspondientes demandas. Apelado el fallo, la Audiencia provincial, en cambio, sí estimó las pretensiones de los recurrentes, considerando, sobre todo, que “no cabía apreciar una situación de conflicto estructural y de competencia directa y permanente” entre las dos sociedades involucradas. Interpuesto recurso de casación por la sociedad anónima, el Tribunal Supremo lo estimó, casando la sentencia recurrida.

Este último fallo, que es el que aquí interesa, resulta de sumo interés, sin que se pueda dedicar a su contenido la atención procedente. Encontramos en él una exposición cuidadosa y detallada de los hechos, sólo esquemáticamente expuestos en el presente commendario, así como un análisis detenido del recurso y de sus distintos motivos. No fue estimado el primero de ellos que pretendía insertar en la órbita del conflicto de interés las transacciones celebradas entre la sociedad anónima y la sociedad cotizada entre 2010 y 2014, sirviendo de base a tal efecto lo dispuesto en el art. 229, 1º, a) LSC, con arreglo a la modificación llevada a cabo por la Ley 31/2014, que entró en vigor el 24 de diciembre de 2014. Esta última circunstancia fue la razón fundamental, aunque no exclusiva, por la que el alto tribunal rechazó el motivo alegado en el recurso, sin que procediera, a su juicio, analizar la normativa anterior (vigente, no obstante, durante los años indicados) a los efectos de saber si podía aplicarse la misma calificación con arreglo a su contenido.

Por otra parte, no conviene olvidar que lo dispuesto en el art. 229, 1º, a) LSC es aplicable “a las transacciones entre la sociedad y sus administradores”; con todo, la sociedad cotizada, siendo accionista de la sociedad anónima en cuestión, no era, sin embargo, su administrador ni formaba parte, por tanto, de su consejo de administración. Del mismo modo, y de acuerdo con lo dispuesto en el precepto citado, tampoco parecía posible afirmar que el beneficiario de las concretas transacciones (en nuestro caso, la sociedad cotizada) era una “persona vinculada al administrador”; en tal sentido, el Supremo postula una interpretación estricta del art. 231 LSC, en el cual, como es sabido, se enumeran las personas merecedoras de tal calificativo, sin posibilidad de extensión a otros supuestos, como el que ahora nos ocupa.

Y ello, con independencia de que pueda producirse “un conflicto de interés cuando la sociedad contrata directamente con un tercero con el que el administrador mantiene relaciones y con el que comparte intereses o respecto del que tiene deberes”. Pero, no habrá violación del art. 229, 1º, a) LSC “si quien contrata con la sociedad no es una persona vinculada con el administrador…y si el administrador no ha realizado transacción alguna con la compañía”, al margen de que, en su caso, “pueda producirse la infracción de alguna de las obligaciones establecidas por otros apartados del 229.1 LSC”.

Admitirá, en cambio, el alto tribunal los restantes motivos del recurso: en el primero de ellos, formulado sobre la base de lo dispuesto en el art. 229, 1º, f) LSC, pretendía el recurrente que se declarara como “conducta prohibida” la realización por los administradores de actividades, por cuenta propia o ajena, “que impliquen una competencia, actual o potencial, con la sociedad que administran” o que “de cualquier otro modo le sitúen en un conflicto permanente con los intereses de ésta”; con el segundo, y frente a lo dictado por la Audiencia provincial, se aspiraba a que se declarase el carácter estrictamente imperativo de las “obligaciones de lealtad”, sin que pudieran quedar dispensadas “ con carácter general ni por pactos extraestatutarios ni por el conocimiento y aceptación táctica por todos los accionistas de la realización por el administrador de la actividad prohibida”.

En relación con el primer motivo, el Tribunal Supremo, en una decisión meditada y minuciosa, comienza por indicar que, en casos como el enjuiciado, “el conflicto relevante no se produce propiamente entre la sociedad y la persona jurídica respecto de la que el administrador de aquélla tiene un deber de lealtad por ser también administrador o alto cargo directo de ésta. El conflicto relevante se produce entre la sociedad y su administrador”, por presumir la ley que este último “hace suyos los intereses de la persona con la que le unen ciertos vínculos que determinan que el administrador detente cierto poder de decisión en la organización de ese tercero y/o de los que se deriva un deber de lealtad hacia ese tercero”.

Sobre esta base, asume el alto tribunal el criterio doctrinal que al conflicto de interés equipara el “conflicto de deberes”. Y es que, en uno y otro caso “el riesgo de quiebra de la objetividad exigible al administrador y, consiguientemente, el riesgo de menoscabo de la integridad del interés protegido es similar”. A la luz de esta orientación, se afirma con rotundidad que en el caso enjuiciado “hay un conflicto de interés por cuenta ajena porque los administradores cesados se enfrentaban al cumplimiento de dos deberes que son incompatibles entre sí”; de este modo, “los administradores cesados debían optar por actuar en interés de la sociedad de la que eran administradores…respecto de la que tenían un deber de lealtad (art. 227 LSC), o hacerlo en interés de la sociedad que les designó administradores por el sistema de representación proporcional y de la que eran también administradores o altos cargos directivos”.

Se trataba, por otra parte, de un conflicto “no solo potencial, sino efectivo”. Y es que, sólo cuando se cesó a los dos administradores, sin permitir a la sociedad cotizada designar otros nuevos, también por el sistema de representación proporcional, “las cuentas anuales del ejercicio 2014 pudieron ser aprobadas”, incluyendo en ellas los créditos que, a juicio de la sociedad anónima, resultaban a su favor como consecuencia de las relaciones contractuales mantenidas con la sociedad cotizada.

No procedería, por otra parte, resolver la contraposición de intereses entre las dos sociedades mediante alguna forma de arreglo, como dio a entender la Audiencia Provincial. A este respecto, afirma el Tribunal Supremo que la Ley 31/2014 supuso una modificación significativa de la LSC en el tema que nos ocupa, pues, a partir de su entrada en vigor, ya no bastaría con que, sobre la base de la regulación anterior, se comunicara la situación de conflicto relativa al administrador, absteniéndose éste en una hipotética votación o actuación. Como acertadamente se señala en el fallo, “la nueva regulación ha optado por la regla <<ningún conflicto>>, regla preventiva conforme a la cual el administrador de la sociedad ha de procurar positivamente no hallarse en situación de conflicto con ella y evitar encontrarse en una posición tal que sus lealtades se encuentren divididas”.

El interés social, de este modo, se convierte en “centro organizador” de la decisión del Supremo que ahora examinamos; ello es así, no sólo como elemento justificador del “cese de los consejeros que infringieron el deber de lealtad”, sino que, en cuanto tal, “debe prevalecer sobre el derecho de un accionista en conflicto de interés permanente a designar consejeros por el sistema de representación proporcional”. A este respecto, destaca el alto tribunal que la infracción del deber de lealtad por parte de los dos administradores designados por la sociedad cotizada “constituye la justa causa que exige la jurisprudencia de esta sala para que el cese de los administradores nombrados por el sistema de representación proporcional sea lícito”, citando a tal efecto las sentencias 761/2012, de 11 de diciembre, y 609/2014, de 11 de noviembre.

Rechaza el Tribunal Supremo, por último, que para justificar la impugnación de los acuerdos de la junta general extraordinaria se alegara la vulneración del “pacto de accionistas”, suscrito por todos los socios y al que se adhirió el nuevo mayoritario. A tal efecto, se cita la bien conocida disciplina contenida en el art. 29 LSC “sin perjuicio de que pueda considerarse contraria a la buena fe la conducta del socio que impugna un acuerdo social que justamente da cumplimiento al pacto parasocial omnilateral en el que ha intervenido”, con cita de la sentencia 103/2016, de 25 de febrero, a la que se añade el más reciente fallo 120/2020, de 20 de febrero.

El tercer y último motivo del recurso de casación se refería, como se recordará, a la necesidad de dejar sentado el carácter estrictamente imperativo de las obligaciones de lealtad, sin posibilidad de dispensa en los términos que anteriormente se expusieron. Como también sabemos, el Supremo lo estimó precisando, de entrada, que a la obligación derivada del deber de lealtad, tal y como se prevé en el art. 229, 1º f) LSC, le es aplicable no el art. 230, 2º LSC, como hizo la Audiencia provincial, sino el apartado tercero de dicho precepto. Y es que las conductas contempladas en la primera norma citada “presentan unos caracteres comunes, fundamentalmente el de no consistir en actuaciones concretas o episódicas, sino en una situación duradera, de carácter estructural que pueda proyectar sus efectos de forma continuada en el tiempo”; por tal motivo, la dispensa que, en su caso, pudiera concederse se habrá de revestir de requisitos particularmente exigentes, sin que en el presente supuesto, por otra parte, quepa afirmar su concurrencia.

Por ello, y a modo de conclusión, el alto tribunal afirma la imperatividad del régimen jurídico correspondiente al deber de lealtad, imponiéndose a toda regulación estatutaria “que lo limite indebidamente o que imposibilite la efectividad de dicho deber”, lo que, por las circunstancias propias del caso enjuiciado, cabía apreciar aquí. Ello no quiere decir, finalmente, que las previsiones contenidas en los estatutos de la sociedad anónima (en esencia, el establecimiento de una elevada mayoría para la adopción de un amplio elenco de acuerdos por el consejo) puedan considerarse nulas ni que, en sí mismas, resulten “contrarias al deber de lealtad”. Serán, en todo caso, las circunstancias concurrentes en la situación las que determinen esta última posibilidad.

Esta larguísima reseña, para lo que suele ser habitual en un commendario, de la sentencia 613/2020, no hace, desde luego, honor a su rico contenido, si bien creo que puede proporcionar al lector una idea suficiente de la relevante doctrina que en ella se establece. Sus núcleos fundamentales se articulan, como se dicho al principio, en torno al conflicto de interés y el deber de lealtad, con la aparición, sin duda estelar, pero breve, del interés social, como elemento determinante de la apreciación, en su caso, de auténtico conflicto y de la observancia, o no, del indicado deber. Por otro lado, el fallo resulta sumamente atractivo por prestar atención minuciosa a una temática todavía poco analizada por la Jurisprudencia, cuyo notorio relieve en la práctica societaria, al hilo de la singularidad, complejidad y frecuencia de los conflictos de interés estaba a la espera de decisiones clarificadoras. Esta lo es, asumiendo, por otra parte, algunas líneas de análisis directamente extraídas de la disciplina, no siempre clara, que en estas materias vino a establecer la importante reforma llevada a cabo por la Ley 31/2014.

Me queda, sin embargo, una duda, precisamente referida al interés social; la evidente supremacía del mismo, sobre cualquier otra magnitud, conducta o procedimiento, en la esfera de una sociedad de capital, y la necesidad de que resulte vencedor de cualquier conflicto que se produzca, y le afecte, en dicho ámbito, se formula o, quizá mejor, se deduce de lo expuesto en el fallo, sin matiz alguno, sin posibilidad de que se reduzca o se atempere a la vista de la posible concurrencia en la situación concreta de otro interés digno de protección. No lo era, en el supuesto enjuiciado, el interés de la sociedad cotizada, pero ¿habría podido serlo, y en qué grado, entonces, el interés del grupo del que, en su caso, hubiera formado parte la sociedad anónima?

Expongo esta duda porque, aunque del grupo sólo se habla en la sentencia de manera tangencial, sin relación alguna con el objeto de la litis, parece evidente a nuestro Tribunal Supremo que el interés de dicha modalidad de empresa es digno de protección; así se estableció en la, por otra parte, muy acertada sentencia 695/2015, de 11 de diciembre, de la que también fue ponente, por cierto, el magistrado Rafael Sarazá Jimena. De este modo, además de las muchas cuestiones necesitadas de comentario riguroso, dentro de la amplitud de materias contempladas en este caso, me parece un interesante reto intelectual y, quizá, muy pronto práctico, estudiar la forma de compatibilidad que pudiera llegar a existir entre la evidente supremacía del interés social que el Supremo ha formulado, sin aparentes resquicios, en la sentencia examinada, y el interés del grupo, cuyo estatuto jurídico, como magnitud digna de protección, empieza a establecerse con firmeza por la propia jurisprudencia.

La cuestión es relevante no sólo para las sociedades y los grupos, sino también, en particular, para quienes, como administradores de una sociedad filial, por ejemplo, puedan incurrir en comportamientos idénticos o similares a los descritos en el fallo aquí analizado; y ello, como resultado, esencialmente, de las instrucciones que les hayan podido impartir desde la “cima” del grupo y que revelan la existencia de la “unidad de decisión” que se termina por configurar, como es bien sabido, en toda empresa de ese carácter.

STS_3794_2020