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UN DICTAMEN DE TOMO Y LOMO

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Por los muchos interesados en la trayectoria institucional del Anteproyecto de Código Mercantil, se esperaba, no sin cierta zozobra, el dictamen del Consejo de Estado. Iniciado este trámite a finales del último verano, el paso del tiempo sin noticias seguras al respecto alimentaba esa inquietud. Hace unos días, finalmente, se ha divulgado el dictamen, cuya extensión, rigor y minuciosidad he pretendido reflejar, con fórmula estereotipada, en el título del presente commendario. Sin miedo a las críticas, he de confesar que no he leído el amplio texto (más de trescientas páginas) en su integridad; no obstante, el hecho de soslayar la letra del dictamen, si bien parcialmente, creo que no me ha impedido captar su música, sintetizada a modo de coda, si vale la metáfora también musical, en su apartado de conclusiones.

De la misma forma que el Consejo de Estado elogia la labor de los autores del Anteproyecto (“iniciativa legislativa a la que se ha dedicado un muy serio y concienzudo esfuerzo de preparación”), habría que devolver la fórmula laudatoria al alto órgano consultivo. Ábrase por donde se quiera, el dictamen constituye una acabada pieza jurídica en la que los argumentos y las opiniones se entrelazan armónicamente al servicio de la opinión final, no demasiado favorable, por cierto, para el texto examinado. Rememorando una clásica división del Derecho de obligaciones, el positivo enjuiciamiento de los medios empleados por los autores del Anteproyecto, de la diligencia aplicada, en suma, no se ve correspondido por el criterio sobre el resultado, sobre la obra. Y ello se debe a diversas razones, repetidamente invocadas a lo largo del dictamen, que incluyen, como cuestión central, la delimitación de la materia mercantil, para extenderse después a asuntos de mayor detalle, mediante el repaso analítico de los diferentes apartados del Anteproyecto, con especial referencia al Derecho de obligaciones y contratos. No faltan tampoco observaciones de técnica legislativa y de ordenación del material normativo, tanto en lo que se refiere al empleo, no demasiado acertado, a juicio del Consejo, de la forma “código”, como a la formulación misma de las normas contenidas en el Anteproyecto. Por último, intenta el Dictamen poner de manifiesto la intromisión del Anteproyecto en materias reservadas al Derecho civil, así como respecto de ámbitos característicos del Derecho público.

No es éste, precisamente, el lugar más idóneo para analizar con detalle un texto tan minucioso como el que ahora nos ocupa, punto final, en apariencia, de una larga cadena de comentarios y opiniones emitidos desde diversas instancias alrededor del Anteproyecto de Código Mercantil. El propio dictamen explica, a lo largo de sus primeras páginas, lo que podríamos llamar “historia externa” del Anteproyecto, refiriendo con prosa pormenorizada los numerosos dictámenes formulados, desde instancias muy diversas, alrededor de su contenido. Quizá el que ahora nos ocupa sea el de más amplio alcance, y no sólo por su extensión; del mismo modo, es el que asume, por la naturaleza del órgano que lo emite, la mayor intensidad en el juicio sobre el valor de la pieza prelegislativa en que consiste el Anteproyecto.

Al margen de estudios específicos, que serán de agradecer, parece conveniente destacar las críticas que el dictamen vierte sobre la delimitación de la materia mercantil en el Anteproyecto. En este sentido, la referencia a la conocida noción de “operador del mercado” constituye para el Consejo de Estado una de las dificultades principales para informar favorablemente el texto analizado. Al fin y al cabo resulta evidente la ampliación del “radio de eficacia” del Derecho Mercantil que a través del Anteproyecto, y mediante la indicada noción, se pretende lograr. Pueden entenderse, desde luego, los reparos del Consejo de Estado, quizá no sólo suyos, en torno a la fórmula “operador del mercado” y a su considerable incidencia, seguramente difícil de concretar, en muy diversos campos del ordenamiento jurídico, así como de la realidad económica. Pero el hecho de su pretendida imprecisión, o la supuesta invasión competencial que a su través se consiga, nada dicen en contra del propósito de reflejar con la mayor exactitud posible algunos datos que, con machacona insistencia, se deducen de la realidad del mercado en nuestro tiempo. Sin duda, puede decirse que el Anteproyecto refleja una considerable ambición, desde luego intelectual, de sus autores; pero, del mismo modo, cabe afirmar que esa ambición no es fruto sólo de hipotéticas aspiraciones “imperialistas”, en el terreno estrictamente jurídico, sino el resultado de una mentalidad atenida a las exigencias de nuestro tiempo, tal vez la máxima más adecuada cuando de elaborar una norma de tanta importancia se trata.

No le convence al Consejo de Estado, de la misma forma, el empleo de la forma normativa “código” por el texto objeto de examen. Su gran extensión, la inclusión frecuente de normas sustancialmente reglamentarias, así como el recurso a una numeración del articulado susceptible de facilitar su ulterior reforma, le parecen al alto órgano consultivo indicios de una utilización inadecuada de lo que un auténtico código representa. Para el Consejo de Estado, un código ha de ser no, desde luego, una mera recopilación, sino una estructura jurídica sistemática que contenga exclusivamente los grandes principios normativos de la rama jurídica regulada, mediante el empleo de normas claras, breves y rigurosamente ordenadas. Nada hay que decir sobre este juicio, salvo que, en mi modesta opinión, corresponde a una fase de la evolución legislativa quizá no del todo actual; el código, ya sea mercantil, civil, o de cualquier otra naturaleza, no puede pretender en nuestro tiempo la perennidad o la intangibilidad de codificaciones pasadas, algunas todavía vigentes, como, por cierto, el Código de Comercio de 1885, ejemplo presente, en su menguado contenido, de una lamentable fictio iuris.

En la delimitación de “espacios” para las materias componentes del ordenamiento jurídico, asunto que preocupa, y con razón, al Consejo de Estado, no es seguro, por último, que la invocación de la garantía institucional, teorizada en su origen por Carl Schmitt, permita “defender” al Derecho civil, esencialmente, de las acechanzas del Anteproyecto. No es fácil sostener, en nuestro tiempo, una división rígida de las materias jurídicas, por la fluidez de sus límites, desde luego, pero también por la profunda interconexión de sus instituciones, antiguas y actuales, en la realidad que se pretende regular. Quizá por esta circunstancia fuera bueno integrar en la elaboración de un texto tan conectado a esa misma realidad, como el Anteproyecto, a profesionales e instituciones dedicadas al cultivo de otras disciplinas, según propone, como “tratamiento”, tras el “diagnóstico”, antes esbozado, el dictamen del Consejo de Estado. Sólo cabe preguntar si esta misma medicina se aplicaría a la inversa, cuando, por ejemplo, se intentara formular en España un tan necesario como improbable Código civil. Es posible que el “pecado” del Anteproyecto de Código Mercantil haya consistido en ser demasiado fiel a su ambición, dando a los hechos de la realidad el correspondiente asiento –acertado o no, ese es otro asunto- en su amplio articulado. No cabe excluir, desde luego, que, tras la opinión del Consejo de Estado, pase a ocupar el Anteproyecto un lugar relevante en algún apartado cajón administrativo, lo que no me parece, desde luego, la mejor solución. De todas formas, y como concluye, con fórmula consagrada, el dictamen, el Excmo. Sr. Ministro de Justicia  “resolverá lo que estime más acertado”.

 

José Miguel Embid Irujo