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VICISITUDES DE LA ADMINISTRACIÓN MANCOMUNADA

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Dentro de las diversas modalidades admitidas en nuestro Derecho para organizar la gestión social, parece evidente que ha correspondido a la administración mancomunada el papel menos relevante. Es claro que a la hora de seleccionar una de ellas, o varias, en el caso de la cláusula de administración alternativa, son muchos los factores que han de tenerse en cuenta, con especial protagonismo, como en tantos otros temas del Derecho de sociedades, de la cuestión tipológica. Sería un error, no obstante, considerar que a cada supuesto real de sociedad habría de corresponder una modalidad específica, al margen, claro está, de aquellos casos en los que el propio ordenamiento impone de manera excluyente una concreta forma de organizar la administración social.

Siendo esto así, no parece prudente, sin embargo, ignorar el “sesgo tipológico” que suele acompañar  al proceso selectivo en dicho ámbito, así como a la concreta articulación que se le dé a la modalidad finalmente elegida. No se opone a ello el hecho de que en ciertos ámbitos de la realidad empresarial, como el de la sociedad familiar, se haya postulado un planteamiento sustancialmente abierto en el tema que nos ocupa, de modo que resultarían compatibles con sus diferentes vertientes todas las modalidades de organización administrativa reconocidas entre nosotros. Y no se opone, precisamente, por lo que podríamos denominar la “indiferencia tipológica”, bien que no absoluta, de la sociedad familiar, cuya denominación unitaria no permite ocultar las notables diferencias existentes, sobre todo de estructura interna y de relieve patrimonial, entre sus distintos supuestos.

Al margen ahora de estas matizaciones, resulta indudable que la administración mancomunada, aun siendo, en teoría, un elemento más del “polinomio organizativo” en materia de gestión, no ha sido objeto de especial consideración por los operadores económicos hasta fechas relativamente recientes. Y digo esto porque desde hace tiempo se observa en la práctica societaria la presencia creciente de dicho supuesto; de ella se ha hecho eco la jurisprudencia, sobre todo la de carácter registral, mediante la consideración de problemas diversos o, como se rotula en el presente commendario, a través de las vicisitudes que su propia naturaleza, en relación íntima con el concreto devenir  societario, es susceptible de producir. Una de estas vicisitudes es la contemplada en la resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 13 de diciembre de 2017 (BOE de 4 de enero de 2018), a la que me referiré aquí.

La resolución, sumamente interesante, tiene un tono singular y no sólo por la materia de la que se ocupa. Hay en ella una notoria voluntad analítica a la vez que pedagógica, sobre cuya base establece el Centro directivo un entramado conceptual que le servirá, de inmediato, para sentar las bases de su decisión, estimatoria, por cierto, del recurso interpuesto. El supuesto, según se nos dice, encuentra su raíz intima en la propia razón de ser de la administración mancomunada, cuya peculiar naturaleza, sobre todo cuando se designa a dos administradores con dicha condición –como es lo más frecuente- , es capaz de situar a la sociedad afectada en una posición difícil. Así sucede cuando por fallecimiento, renuncia, incapacitación o inhabilitación de cualquiera de los dos administradores, no se convierte el supérstite en órgano único o, mejor, administrador exclusivo de la sociedad. No hay, como señala la Dirección General,  transformación de la modalidad inicialmente elegida en otra más operativa, de acuerdo con lo expuesto, sino, más bien, la irrupción de un grave supuesto de acefalia, cuya superación, en lo que resultara posible, puede pretenderse a través de diversas vías.

Una de ellas, precisamente, es la contemplada en la resolución que nos ocupa y se traduce en el poder que los dos administradores mancomunados de una determinada sociedad limitada se confirieron a sí mismos para ejercer con carácter solidario las correspondientes facultades. Eso sí, la vigencia de tales poderes quedaba sometida a dos previsiones distintas; de acuerdo con la primera, el poder “entrará en vigor en el momento que uno de los administradores fallezca, padezca una incapacidad física temporal o una física y psíquica permanente. Dicha incapacidad deberá ser acreditada mediante certificado médico oficial”; por su parte la segunda previsión se refería a que “la duración del poder será de un año o hasta que la junta general ordinaria nombre un nuevo órgano de administración, momento en el cual quedará ineficaz”. La registradora mercantil competente suspendió la inscripción porque a su juicio no era posible “condicionar la entrada en vigor del poder y su eficacia frente a terceros a circunstancias extrarregistrales”, basándose al efecto en los arts. 6, 9 y 58 RRM.

Se inicia la resolución con el análisis teórico de las circunstancias propias de la administración mancomunada y, en particular, con la referencia a la posible acefalia derivada de las vicisitudes que nos son conocidas. Situación cuya indudable gravedad no impide la adopción de medidas para conseguir, como dice el Centro directivo, la “reconstrucción” del órgano administrativo; en ese plano hay que situar, desde luego, la facultad de convocar la Junta general concedida al administrador supérstite y la de solicitar su convocatoria a cualquier socio (art. 171 LSC y arts. 117 a 119 de la Ley de Jurisdicción Voluntaria).

Con todo, el riesgo de acefalia podría haber quedado preventivamente excluido con la designación de administradores suplentes, posibilidad, como se reconoce en la resolución, poco utilizada en la práctica, quizá porque dicho nombramiento “no sirve para vacantes transitorias (enfermedad, ausencia): el ámbito de aplicación de la figura presupone el cese del administrador al que el suplente sustituye con carácter definitivo”. Más frecuente resulta, como también señala la Dirección General, el recurso a soluciones como la advertida en el presente supuesto, de modo que el administrador que permanezca en el cargo podrá actuar, como representante voluntario, “con más o menos facultades, impidiendo así la paralización de la actividad a la que esa sociedad se dedique”.

En el caso en estudio, sin embargo, el poder conferido no tenía vigencia inmediata, sino que se determinaba en función de hechos futuros, susceptibles de acreditarse mediante un mero certificado médico oficial, sin aclarar quien o quienes estarían legitimados para su solicitud o qué sucedería transcurrida la vigencia temporal del mismo. Estas circunstancias mueven al Centro directivo, de entrada, a explayarse sobre la posibilidad de someter los poderes a condición y/o a término, así como sobre los particulares extremos que habrían de tenerse en consideración en cada caso. Como no podía ser de otro modo, se concluye que “los poderes bajo condición o a término son perfectamente válidos en el Derecho español. Dentro de esta categoría se encuentra el que se pretende inscribir en el presente caso”. El debate, con todo, se planteaba en torno al posible acceso del mencionado poder “a la hoja abierta a la sociedad poderdante en el Registro Mercantil”. Y es que la “muy peculiar solución”, según la Dirección General, establecida en el poder planteaba diversos problemas interpretativos, como, en primer lugar, “el relativo a la hipótesis de enfermedad (física) temporal); y el segundo, el problema del “dies a quo” para el cómputo del plazo de un año de duración del apoderamiento”.

Reanuda, seguidamente, el Centro directivo su faceta analítica, dedicando algún esfuerzo a aclarar las dudas interpretativas mencionadas, sin que se llegue a obtener un resultado concluyente. A pesar de ello, y para salir del impasse, se advierte que las mencionadas dudas sólo provocarán “una mayor dificultad para que esta fórmula jurídica tenga la idoneidad suficiente para impedir la situación de “acefalia” societaria, toda vez que cuando se pretenda poner en ejecución el apoderamiento será el momento en que deberá acreditarse debidamente el hecho del que depende su eficacia”.

Situadas las cosas en estos términos, no resulta posible “confirmar la calificación impugnada en los términos en que ha sido formulada…pues no existe norma que impida hacer depender la eficacia del apoderamiento de circunstancias como las contempladas en el presente caso por el mero hecho de que estas sean extrarregistrales”. Y es que, concluye la resolución, “las disposiciones y los acuerdos sociales que pretendan resolver adecuadamente las diversas situaciones que pueda afectar a la existencia y continuidad  del órgano de administración deben ser examinados favorablemente, siempre que en los mismos no se contravengan los principios configuradores del tipo social elegido”.

El tono analítico y también pedagógico que señalábamos al principio de este commendario, como elemento caracterizador de la resolución, se ha mantenido casi hasta su final; allí, merced a una especie de “larga cambiada”, ha encontrado la Dirección General el camino para salir del atolladero hermenéutico en el que parecía haberla sumido la “muy peculiar solución” plasmada en el poder, sobre la base, precisamente, del respeto y la promoción de la libertad contractual. Este proceder, desenvuelto y si se quiere expeditivo, no es una “salida de tono”, sino, más bien, una fórmula favorable al tráfico jurídico, dejando de su cuenta, y siempre bajo la salvaguarda de los tribunales, el modo idóneo para encarrilar los conflictos de intereses y por supuesto los problemas futuros derivados de las vicisitudes que, en su caso, puedan presentarse.