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DELEGACIÓN DE FACULTADES VERSUS PODERES GENERALES, O CÓMO ORGANIZAR Y SIMPLIFICAR LA COMPLEJIDAD SOCIETARIA

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

 

Misión de la Ciencia, decía Enrique Tierno Galván, es “reducir la complejidad” o convertir lo de por sí intrincado y difícil en un conjunto de elementos manejables que ayuden al desenvolvimiento, tanto del individuo, como de la sociedad, y no lo entorpezcan. El asunto enlaza con otra idea, característica de la modernidad, y que inspira en buena medida la gran obra sociológica de Max Weber; se trata de la “racionalización”, como una característica esencial del Estado moderno, también distintiva de otras organizaciones, aun de naturaleza privada.

Es verdad que no podemos equiparar sic et simpliciter las dos magnitudes traídas a colación en el párrafo anterior, si bien el lector no dejará de percibir interesantes e intensos vínculos entre ellas. Con todo, puede ser oportuno advertir que la racionalización es el medio o, quizá mejor, el camino a través del cual no sólo se articulan de manera eficaz las distintas organizaciones, sino que también se hace posible la deseada reducción de la complejidad. No se trata, en cualquier caso, de un camino sencillo; se distingue, más bien, por el hecho de tener multitud de vericuetos, con frecuencia idóneos para desviarnos de nuestro objetivo y susceptibles, por ello mismo, de dificultar el proceso racionalizador, manteniendo o incluso aumentando la complejidad reinante.

Lo que aquí señalo en forma demasiado abstracta, resulta, si se mira bien, consustancial a la vida humana y tiene especial relieve en lo que se refiere a lo que solemos denominar “organizaciones”. Este término, tan general que parece carecer de perfil, resulta no obstante constitutivo de una rama del saber (se habla, hace ya mucho tiempo, de “ciencia de la organización”), al tiempo que se manifiesta, con muy distintos contenidos, en múltiples vertientes de acontecer social. Interesa, por tanto, también al Derecho, aunque no sea frecuente que el legislador –da igual que sea de aquí o de allá- lo utilice como elemento caracterizador del supuesto regulado. Una excepción significativa la constituye el Derecho de fundaciones, gracias a lo establecido en el art. 2 de la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, ejemplo, por otra parte, ajeno al ámbito societario, a pesar de que la doctrina, desde hace tiempo, aplica el adjetivo que nos ocupa a las personas jurídicas de base asociativa sin mayores inconvenientes.

Esa caracterización organizativa, ya la establezca el legislador, ya se deduzca de los hechos mismos, no se da de una vez para todas y, más bien, constituye un presupuesto del acontecer de la correspondiente entidad, en tal sentido adaptable o modificable a lo que las circunstancias requieran. El instrumento de modulación, si ceñimos nuestra mirada al ámbito jurídico-privado, es la autonomía de la voluntad, gracias a la cual, y en el marco normativo correspondiente, se desarrollarán las posibilidades organizativas del concreto supuesto, mediante un ejercicio, por lo común, racionalizador y reductor, en consecuencia, de la complejidad circundante.

Pensará el lector, seguramente, que estas consideraciones describen auténticos “tipos ideales”, recordando, de nuevo, a Max Weber, profesor, dicho sea en inciso, de nuestra disciplina. Y habría que darle la razón, sobre todo desde la perspectiva societaria, si nos fijamos en las incontables veces en las que la autonomía de la voluntad se ha orientado por caminos irracionales, con incremento desmedido de la complejidad y contrariando, de este modo, el sentido de las organizaciones y su deseable configuración como mecanismos eficientes.

No faltan, sin embargo, mecanismos de uso cotidiano en ese mismo ámbito societario animados por las finalidades que inspiran el presente commendario. Uno de ellos, con arraigada tradición en nuestro Derecho de sociedades, es la delegación de facultades. Esa misma veteranía ha permitido conservar, sin excesivas dificultades, los perfiles básicos de tal figura, cuyo sentido como “acto de organización”, si recordamos las palabras del profesor Rodríguez Artigas en una relevante monografía, se mantiene incólume en nuestros días.

Aun circunscrita al ámbito de la administración colegiada, es la delegación de facultades, por tanto, uno de los arbitrios preferidos para reducir la complejidad organizativa de los tipos societarios capitalistas, haciendo posible un proceso decisorio más rápido y eficaz, no exento, por lo demás, de los necesarios controles. Sin embargo, la posibilidad legal, hoy presente en el art. 249 LSC, no sería gran cosa sin la concurrencia de la autonomía de la voluntad; concurrencia, por supuesto, imprescindible para poner en marcha el mecanismo, pero también para dotarlo del necesario contenido, según el ámbito tipológico en que nos encontremos y de acuerdo con las necesidades presentes y futuras de la persona jurídica societaria.

No parece que la delegación de facultades sea, por lo demás, una institución conflictiva; o no, al menos, de acuerdo con lo que señalan los repertorios jurisprudenciales, donde esta figura lleva una vida discreta y poco perceptible. Y si se trae a colación, como hace la STS 215/2022, de 21 de marzo –STS_1121_2022-, es por la necesidad, perentoria en el mundo jurídico, de “separar y distinguir”, como quería Ihering. De hecho, en el mencionado fallo, al que me referiré seguidamente, la delegación de facultades viene considerada en su misma razón de ser, como “acto de organización” de la sociedad, del que han de distinguirse otras conductas, como el otorgamiento de poderes generales a los consejeros, también impregnadas por la finalidad organizativa, pero nítidamente separables de aquélla por evidentes razones jurídicas.

Es interesante destacar, como elemento de “ambientación” del litigio causante de la sentencia, la referencia a dos magnitudes, estas sí, frecuentes en la jurisprudencia: la inserción del problema en una empresa familiar, de un lado, y, de otro, la articulación de este singular operador económico en forma de grupo. Ninguna de estas circunstancias fue determinante para el resultado del juicio; pero su concurrencia permite entender el motivo del conflicto, directamente entrelazado con la sucesión en la empresa familiar y el propósito, comprensible, si bien de no fácil realización, de dar paulatina entrada en el poder de decisión (empresarial y societario) a las sucesivas generaciones de la familia empresaria.

Son muy diversos los hechos y las decisiones en que aparece enmarcado el pleito, pero la sentencia, de la que ha sido ponente el magistrado Rafael Sarazá Jimena, delimita el supuesto fáctico a partir de un acuerdo del consejo de administración de la sociedad cabecera del grupo, adoptado en febrero de 2018, “por el que se otorgaron poderes generales a los tres consejeros de la tercera generación de la familia”, y que fue objeto de impugnación. Se trataba de poderes concebidos en términos muy amplios, idóneos para facilitar un considerable margen de actividad a los apoderados en el marco de la organización y, sobre todo, en el funcionamiento de la sociedad desde la perspectiva externa, de relación con terceros.

Por tratarse de consejeros, y a la vista del acuerdo del consejo, la cuestión se situaba prima facie en el ámbito de la capacidad de autorregulación de dicho órgano, a la que la sentencia se refiere como punto de partida, insertándola, como no podía ser de otro modo, en el art. 245, 2º LSC. Dentro de esa amplísima libertad autoorganizativa, una de las posibilidades es, precisamente, la delegación de facultades, que “supone la atribución, de manera estable, de una esfera de decisiones, de carácter orgánico y no meramente funcional que atempera la colegialidad como regla de funcionamiento del consejo de administración”. De este modo, los consejeros delegados o las comisiones ejecutivas “constituyen órganos delegados que tienen, respecto del consejo de administración, autonomía para ejercer las facultades que le han sido atribuidas en la delegación, sin perjuicio de que el conjunto no pierde su competencia para controlar e impartir instrucciones o criterios de actuación respecto de tales facultades delegadas”.

De acuerdo, entonces, con lo preceptuado en diferentes apartados del art. 249 LSC, la delegación “supone la concentración de facultades delegables en uno o varios de los consejeros que integran los órganos delegados”. Teniendo en cuenta este extremo, “el otorgamiento de poderes generales, en idénticos o muy similares términos, a todos y cada uno de los consejeros que integran el consejo de administración no puede interpretarse como una delegación de funciones en el sentido previsto en el art. 249.1 de la Ley de Sociedades de Capital”. Y es que “las funciones decisorias propias del órgano de administración de la sociedad anónima y la titularidad de la representación orgánica de la sociedad siguen correspondiendo al consejo de administración, sin que se haya producido su delegación en virtud del acuerdo impugnado”.

Mediante la concesión de los apoderamientos a los consejeros se trataba, entonces, de “agilizar las relaciones de la sociedad con terceros”. De este modo, y cuando se pretendía establecer vinculaciones con dichos sujetos, cualquier de los consejeros podía “intervenir en representación de la sociedad sin necesidad de otorgar apoderamientos voluntarios para cada actuación concreta”. Por tal motivo, el consejero apoderado actuará alieno nomine, sin declarar “su voluntad en un ámbito de decisión que le haya sido atribuido por el consejo, sino que manifiesta la voluntad misma del consejo”.

En tal sentido, el alto tribunal se opone a lo decidido en su día por la Audiencia, en cuyo fallo se calificaba el acuerdo del consejo como un acto de delegación, teniendo en cuenta que, por la intensidad y amplitud del poder concedido, no podía hablarse de que se hubieran atribuido a cada consejero “gestiones de mera representación”; se trataba, más bien, de “una decisión delegada por el consejo, con un claro perfil ejecutivo, no meramente declarativo o deliberativo”.

Pero, si así fueran las cosas, señala el Tribunal Supremo, ello supondría, desde un punto de vista práctico, “la existencia de seis administradores solidarios, cada uno de los cuales podría adoptar cualquier decisión en las competencias propias del consejo de administración, sin necesidad de decisión colegiada alguna y con la posibilidad de adopción de decisiones contradictorias entre los mismos”.

La conclusión que se deduce de lo expuesto es, entonces, muy clara y conduce a negar en el acuerdo impugnado cualquier atisbo de delegación de facultades, en el sentido del art. 249, 1º LSC, sin que, a la vez, pueda decirse que se haya llevado a cabo en el mismo “una delegación del poder de representación”. Lo que se produjo, más bien, fue un “apoderamiento voluntario a los tres consejeros de la tercera generación”, igualando sus posibilidades de actuación con los restantes miembros del órgano. Y es que, a falta de previsión estatutaria, las reglas de funcionamiento del consejo, como es bien sabido, imponen la actuación colegiada del órgano, lo que, en muchas ocasiones, “puede suponer una incomodidad notable que en el caso objeto del recurso ha intentado solucionarse mediante este apoderamiento voluntario a todos y cada uno de los consejeros, que les permite representar y vincular a la sociedad respecto de terceros, al menos en las actuaciones más habituales”.

Las consideraciones sintéticamente expuestas hicieron posible que la sentencia reseñada estimara el recurso de casación interpuesto. Ha quedado claro el sentido y la razón de ser de la delegación de facultades, como auténtico “acto de organización” en la esfera societaria, circunscrito al ámbito de la administración colegiada y configurado mediante una serie de requisitos en el art. 249 LSC, como son la mayoría cualificada, la suscripción del correspondiente contrato con el administrador delegado, así como, finalmente, la necesidad de que dicho sujeto se abstenga con motivo de la adopción del correspondiente acuerdo.

No es, desde luego, el único acto de organización imaginable en la esfera societaria, y de hecho el fallo pone de manifiesto cómo, mediante la concesión de poderes generales a varios consejeros, se intentaba, desde luego, equiparar las estirpes y las sucesivas generaciones desde la perspectiva del acceso al poder de decisión, pero también facilitar la relación de la sociedad con terceros. Las vicisitudes del caso, en buena medida condicionadas, como es frecuente en esta modalidad empresarial, por circunstancias familiares, de tono afectivo o, en otras tantas ocasiones, de signo radicalmente contrario, permiten comprender los motivos del acuerdo adoptado (así como los de sus precedentes). Su verdadero significado jurídico, nítidamente delimitado en la sentencia, no puede, sin embargo, quedar empañado ni mucho menos desfigurado por las rencillas o los enfrentamientos entre los diversos grupos. No hubo, por tanto, delegación, y sí apoderamiento, quizá otra forma de reducir la complejidad societaria (y también empresarial) al servicio de la mejor organización de la persona jurídica.