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EL CAMINO DE LOS PRINCIPIOS

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Decir que los principios son relevantes para el Derecho, que, de otra forma, el Derecho no vive solamente de la ley, constituye a todas luces una obviedad, quizá excesiva. Incluso en tiempos de positivismo extremo, más acusado, tal vez, en el Derecho público que en el privado, siempre hubo algún hueco para los principios, y a algunos de nuestros más grandes juristas –pienso en el maestro García de Enterría- se debe una decidida reivindicación de su papel, no sólo para la operatividad, en esencia, del Derecho administrativo, sino también para la entera concepción del Derecho.

Aunque se trata de un texto que, en el origen, supera con holgura el medio siglo, me permitirá el lector que traiga a colación esa hermosa obra (¿hay belleza en el Derecho? ¡Pues claro!), titulada Reflexiones sobre la Ley y los principios generales del Derecho (Madrid, Civitas, 1984; reimpresión, con el sello Thomson-Reuters, en 2016); en ella, el jurista con ambición intelectual (no todos la tienen) encontrará un inestimable conjunto de sugerencias y proposiciones que le servirán, entre otras cosas, para entender mejor el mundo jurídico y desempeñar más acertadamente su oficio. Fuera de nuestras fronteras, merece recordarse ahora lo que sobre la “cuestión principial”, si se me permite la licencia, ha escrito Gustavo Zagrebelsky, el reconocido constitucionalista italiano, en un libro (El Derecho dúctil. Ley, derechos justicia, 11ª ed., Madrid, Trotta, 2018), cuya traducción al español ha alcanzado la rara fortuna de ser frecuentemente reeditada, proyectándose mucho más allá del ámbito genérico del Derecho constitucional, donde lo ha situado el autor.

Podría pensarse, y no faltará razón, que la meditación sobre los principios en el Derecho trasciende las fronteras de las concretas disciplinas jurídicas, para recalar en el ámbito, de perfiles imprecisos, correspondiente a la Filosofía del Derecho. Decía Gregorio Peces-Barba, en su lograda recensión a la obra de García de Enterría (Revista española de Derecho constitucional, n. 11, 1984, pp. 249-254), que, sin perjuicio de la adscripción de los principios, a la vez temática y sistemática, al área iusfilosófica, “la mejor filosofía del Derecho la hacen los juristas”, lamentando la frecuencia con la que los cultivadores de esta materia andaban “demasiado por las nubes, sin ocuparse de proporcionar en la teoría del Derecho unos criterios generales que pudieran ser utilizados por los científicos del Derecho”.

Y es que, cuando hablamos de “principios” nos encontramos ante un término deliberadamente polisémico, al que la pluralidad reinante en el orbe jurídico gusta de atribuir no sólo significados diversos sino también modos peculiares de operar cuando se invocan para resolver alguna cuestión disputada. Por otra parte, los escenarios donde los principios, como la Ley o la costumbre, han de ponerse en práctica, muestran siempre caracteres peculiares, tal vez susceptibles de favorecer la contemplación preferente de unos u otras. Así, por ejemplo, el ya decaído estado de alarma o, quizá mejor, la abundantísima legislación dictada durante su vigencia puede ser, en apariencia, un ámbito poco propicio para la estimación de los principios, bien en sede judicial, bien en cualquier otra; no quiero decir que resulte imposible, pero la habitual minuciosidad de la normativa –dictada en condiciones de urgencia- y la gravedad de la situación para cuyo tratamiento y superación se concibió empujan al operador jurídico a fijarse, de inmediato, en su texto, con particular énfasis en la literalidad del mismo, evitando la tentación de recalar en otros instrumentos jurídicos –así, los principios- cuya toma en consideración podría, en tales casos, impedir o retrasar la solución del problema.

Situados en la fase de la “nueva normalidad”, habrá que relegar o, quizá mejor, confinar la urgencia, la alarma…y también la legislación desmesurada e invasiva, características de los pasados tres meses, al baúl de los recuerdos. No estaría de más, por otra parte, darle “siete llaves” a ese baúl, como, después de exigir “escuela y despensa” quería Joaquín Costa que se hiciera con el sepulcro del Cid, de manera que no volviera a cabalgar. Sólo así, por lo que al Derecho se refiere, podremos retomar la completa operatividad de la totalidad de los instrumentos jurídicos disponibles, entre los cuales los principios ocuparán, a buen seguro, una posición destacada.

Ese propósito también resulta aplicable al Derecho mercantil, dentro de cuyo amplio contenido se aprecia con facilidad el relieve correspondiente a los principios, no siempre, eso sí, concebidos de la misma manera y provistos de efectos equivalentes. No estoy seguro de quepa atribuir a nuestra disciplina una naturaleza “principialista”, como esencial rasgo distintivo, aunque resultaría tentador ensayar, con perspectiva histórica, un análisis desde esa singular atalaya, quizá idónea para arrojar resultados interesantes sobre el sentido y el fin de la misma.

En cualquier caso, conviene ahondar, como empeño intelectual, pero también por razones estrictamente prácticas, en el significado de los principios, así como en su relieve concreto, al hilo de su tipificación o de su invocación en los distintos sectores del Derecho mercantil. En ocasiones, como es bien sabido, el propio legislador nos ofrece el elenco, aparentemente cerrado, al menos en su enunciación, de los principios a los que debe ajustarse la operatividad de alguno de esos sectores. Así se advierte, de manera evidente, a propósito del estatuto jurídico del empresario, y, más precisamente, en relación con la llevanza de la contabilidad y la elaboración de las cuentas anuales, de un lado, y con motivo de la inscripción en el Registro mercantil, de otro.

Se trata de ámbitos, como es bien sabido, dotados de una significativa y minuciosa regulación, en cuyo seno los respectivos principios (en cuya enumeración no me voy a detener) se constituyen en instrumentos idóneos de viabilidad y corrección, tanto del sistema registral como del contable. Cabe, no obstante, apreciar alguna diferencia entre ellos por lo que se refiere a su posible margen de desarrollo: si los principios del Registro mercantil, formados en estricta camaradería con los que son propios del Registro de la propiedad, se nos muestran como un todo orgánico y aparentemente cerrado, los de naturaleza contable se insertan en esa consolidada formulación que nos habla (art. 38 C. de c.) de “los principios de contabilidad generalmente aceptados”. Este último enunciado, de dimensión internacional, traduce con seguridad un planteamiento más abierto, lo suficientemente elástico como para permitir una evolución acompasada a las circunstancias, a la vez que flexible.

No conviene ignorar, por otra parte, que en la concepción y la formulación de las dos categorías de principios reseñados concurren circunstancias diversas que conviene destacar: de un lado, los principios registrales derivan directamente de un sistema institucional y normativo no sólo autónomo, sino también autóctono, de modo que, como regla general, corresponderá a los órganos competentes en España la determinación de su ulterior camino; de otro lado, la ordenación de la contabilidad hace tiempo que salió de los estrechos moldes de la legislación nacional en beneficio de la mundialización económica y para favorecer, sobre todo, la comparabilidad de las cuentas de los distintos operadores económicos en el mercado; y ello, además, como consecuencia de la acción, intensa y eficaz, de entidades supranacionales ajenas al concierto de los Estados.

El Derecho de sociedades, por el contrario, nos ofrece una imagen peculiar en lo que afecta al significado y al juego de los principios dentro de sus amplios márgenes. Ello es así, sobre todo, en el ámbito de las sociedades de capital, con esa conocida invocación a “los principios configuradores del tipo social elegido” de la que nos habla el art. 28 LSC, como límite a la autonomía de la voluntad. Una formulación prácticamente idéntica, y con la misma función, la encontramos en el art. 10, 1º in fine de la Ley 27/1999, de 16 de julio, de cooperativas.

Si el primer enunciado, por razón del lugar donde se contiene, abarca todo el espectro tipológico de las sociedades de capital, presuponiendo diferencias sustanciales entre  ellas, el segundo queda circunscrito a la figura de la sociedad cooperativa, lo que no debe entenderse, a pesar de su apariencia, como una afirmación obvia o, incluso, perogrullesca. Es conocida la amplia diversidad existente en el ámbito cooperativo, entre “formas”, “tipos” y “clases” de cooperativas, sin que resulte evidente el alcance efectivo de la norma transcrita y, sobre todo, si esa considerable riqueza de supuestos institucionales, no debería implicar alguna diferencia de fondo en torno a los respectivos principios aplicables. No me refiero, claro está, a los principios cooperativos (art. 1 de la Ley 27/1999), cuyas relaciones con los ahora mencionados no caben, por desgracia, en este commendario.

Con independencia de la diversidad tipológica de las cooperativas, poco analizada por nuestra doctrina, al margen de lo aportado por algunas relevantes expertas en ese particular ámbito jurídico, sí es necesario poner de manifiesto las llamativas coincidencias, por lo que dicen y por lo que callan, de las normas que entronizan a los “principios configuradores” como una magnitud esencial para la operatividad del Derecho de sociedades. Así, resulta evidente la coincidencia en la denominación, pero también en la función que los principios llevan a cabo y que no es otra que la de “configurar” el tipo elegido; se trata, entonces, de formulaciones que sirven para “sujetar”, si vale el término, la estructura completa del tipo, de modo que siga siendo él y no termine pareciendo, por obra y gracia de la libertad contractual, otra cosa.

Los principios configuradores serían, así, la “medida” del Derecho de sociedades, como, al parecer, era el hombre “la medida de todas las cosas” en la filosofía del sofista Protágoras. Pero para llevar a cabo esa operación, que nos terminaría revelando la esencia de la disciplina, nos falta lo fundamental, o sea, los principios mismos, que el legislador, no sabemos si por distracción o por cualquier otra causa, olvidó consignar. Quedan entonces los juristas “consignados” a encontrar los principios, en una búsqueda que, por lo visto hasta el momento, no ha resultado demasiado fructífera.

En otra ocasión hablaremos un poco más de estos principios, sin ignorar, al mismo tiempo, que en otros sectores del Derecho mercantil, también florecen los principios, aunque, con frecuencia, no sepamos muy bien cuál pueda ser su contenido. Sería una bonita tarea, aunque también larga y esforzada, la de recorrer y estudiar el Derecho mercantil al hilo de los principios correspondientes a su amplio contenido. Tal vez un congreso, tal vez algún proyecto de investigación, o ambas cosas al mismo tiempo, serían el punto de partida adecuado para el camino que, inevitablemente, se ha de recorrer a fin de que esas cláusulas, en ocasiones expresas, en otras sólo aludidas en términos muy generales, cumplan la importante función que les compete.

¿Cabría hablar, así, del “principialismo” del Derecho mercantil? Es posible, aunque sería bueno encontrar un enunciado más cordial o, si se quiere, menos feo; con una formulación equivalente (“El principialismo de Leibniz”) quiso Ortega bautizar el que fue su último libro, publicado póstumamente con el título La doctrina de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva.  Alguna escaramuza hubo, en relación con este asunto, entre el autor y su primer lector, a la sazón Julián Marías; si Ortega sostenía que en tal ocasión, por un extraño imperativo, el título “había de ser feo”, Marías no dejaba de subrayar la excesiva fealdad del propuesto por Ortega, quedando la cosa, al final, reservada “para la hora de la administración”, que inevitablemente sucede al momento máximo de la inspiración, cuando de libros se trata. No es ésta una mala manera de terminar un commendario, como el presente, en el que los principios nos han llevado de la Filosofía más esencial al Derecho más netamente positivo para retornar, en lo que a “poner nombre” se refiere, al ámbito filosófico, no tan alejado, si se mira bien, de nuestra esfera jurídica.