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¿SOCIEDAD PROFESIONAL DE NOTARIOS?

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

El segundo y más conocido significado de la palabra “querencia” evoca la “tendencia del hombre y de ciertos animales a volver al sitio donde se han criado o tienen costumbre de acudir”. Y si su uso, sobre todo el más tradicional, viene cargado de inequívocas reminiscencias taurinas, nada impide, conforme al DRAE, predicar esa inclinación, desde el primer momento, respecto de los seres humanos. Otra cosa sucederá si pretendemos aplicar la “querencia” a entes desprovistos de personalidad jurídica o, incluso, puramente inanimados, a pesar de que puedan resultar operativos e influyentes en contextos específicos.

Digo todo esto, como el lector podrá deducir a la vista del título del presente commendario, porque no sería erróneo afirmar que “El Rincón de Commenda”, repasando entradas de diferentes épocas, tiene “querencia” por la materia propia de las sociedades profesionales. Aunque ese mismo lector, provisto de un instrumento tan poderoso como el “levantamiento del velo”, situado, no obstante, al margen de la realidad societaria, pueda concluir sin especial esfuerzo que la “querencia” en cuestión habrá de atribuirse al sujeto “oculto” (siendo, por ello, plenamente humana), que no es otro que este modesto servidor.

Matices aparte, es lo cierto que las sociedades profesionales vienen planteando desde el mismo momento de la entrada en vigor de su normativa reguladora (es decir, la Ley 2/2007), numerosos problemas, situados, en su mayor parte, alrededor de la delimitación de la figura básica. Y esos problemas han dado lugar, como es bien sabido, a un sustancioso conjunto de resoluciones jurisprudenciales, mayores en cantidad, como también es notorio, por parte de la Dirección General de los Registros y del Notariado, sin perjuicio de la decisiva influencia de la STS de 18 de julio de 2012, verdadero punto de inflexión sobre la correcta hermenéutica de la Ley 2/2007 alrededor de la materia ahora mencionada.

No se ha tratado sólo, por lo demás, de distinguir a las sociedades profesionales de las que no lo son; objetivo fundamental de esa intensa labor jurisprudencial ha sido el de separar a la sociedad profesional stricto sensu de otras figuras societarias donde el “elemento profesional”, si vale la fórmula, tiene algún relieve. Me refiero, como es fácil de imaginar, a ese amplio elenco de supuestos integrado por las sociedades de intermediación, de medios y de comunicación de ganancias, cuyo relieve jurídico y práctico, así como su trascendencia para la mejor articulación de la prestación profesional en el mercado, no elimina ni puede eliminar el protagonismo de la actividad individualizada del sujeto prestador.

Situadas las cosas en estos términos, una reciente resolución del Centro directivo, la de 18 de septiembre de 2019 (BOE de 8 de noviembre), viene a traer nuevos motivos de reflexión en torno a la figura que nos ocupa, a propósito, en este caso, de un supuesto ciertamente original. Y es que la resolución ha sido emitida ante la solicitud de inscripción en el Registro mercantil de una sociedad civil profesional de notarios. No interesa detenerse en los datos concretos del supuesto de hecho, más allá de la negativa del registrador mercantil competente a inscribir la escritura de constitución de dicha sociedad, y dejando aparte, claro está, el hecho singular de que una sociedad civil pueda inscribirse en el Registro mercantil (¿recuerda alguien, por cierto, los ríos de tinta vertidos hace tan sólo algunos años sobre este asunto, bien que situado al margen del supuesto de las sociedades profesionales?)

En esencia, la calificación negativa se fundaba en diversas razones, como ilustra la propia resolución, partiendo del dato de que “solo el notario puede ejecutar directamente y a él solo pueden ser atribuidos los derechos y obligaciones inherentes al ejercicio de su actividad notarial, ya que la supuesta sociedad profesional no podría, en modo alguno, directamente, ni dar fe, conforme a las leyes, de los contratos y demás actos extrajudiciales ni pueden ser atribuidos a la misma los derechos y obligaciones inherentes a tal actividad”.

Ante este criterio, ciertamente determinante, en el recurso (interpuesto por uno de los socios, notaria, a la sazón), se alegaba “la bondad y viabilidad de la solución adoptada [es decir, la constitución de una sociedad civil profesional de notarios], y plasmada en la escritura , como medio para ejercer en común << nuestra profesión bajo una estructura económica adecuada a una sociedad del siglo XXI y sin merma ni limitación alguna de nuestras obligaciones y responsabilidades como funcionarios públicos”.

Por su parte, la DGRN desestimó el recurso y confirmó la calificación impugnada.

La resolución, de considerable detalle y, por supuesto, de mucho interés, se articula alrededor de dos grandes ideas: la primera aparece centrada en la descripción de los principios fundamentales de la Ley 2/2007, tomando como eje no sólo el texto de alguno de sus preceptos, como, sobre todo, el art. 1 y, en menor medida, el art. 5, al que se hacía especial alusión en el recurso, sino también algunos apartados de su exposición de motivos. Del mismo modo se describe minuciosamente el estado de la cuestión desde el punto de vista jurisprudencial, tomando como criterio ordenador básico la doctrina establecida en la STS de 18 de julio de 2012, y la consiguiente doctrina del Centro directivo, derivada, como es bien sabido, de la exigencia establecida por el Tribunal Supremo de conseguir “certidumbre jurídica” en la materia que nos ocupa.

A tal fin, es hoy doctrina constante y uniforme el hecho de que en el momento de constitución se haga constar “la declaración expresa de que se trata de una sociedad de medios o de comunicación de ganancias o de intermediación, de tal modo que a falta de esa expresión concreta deba entenderse que en aquellos supuestos se esté en presencia de una sociedad profesional sometida a la Ley imperativa 2/2007, de 15 de marzo”.

La segunda idea que vertebra la resolución en estudio viene referida exclusivamente al estatuto jurídico del notario y a las características de la función que desempeña. También aquí hay un cierto detalle, como consecuencia de la alegación de argumentos basados en la normativa reguladora del Notariado, así como de la doctrina que cabe deducir al respecto de las resoluciones emitidas por la propia DGRN. En tal sentido, se indica que “es consustancial a la figura del Notario la labor de asesoramiento que en el desempeño de su función éste debe prestar, la cual no queda limitada, por tanto, a la mera dación de fe, pues esta última sólo obedece a su condición de funcionario público. De esta doble condición, este Centro Directivo tiene reiteradamente declarado que se deriva la distinción de dos tipos de responsabilidad: la disciplinaria, consustancial a su condición de funcionarios públicos, y la civil, como profesional del derecho”.

Sobre esta base, y sin perjuicio de la referencia a la labor que desempeña el notario “en materia de gestión correspondiente a la liquidación de impuestos”, declara inequívocamente la Dirección General que “la actividad –o actuación- del notario como funcionario público solo cabe ser ejercitada directamente por el mismo <<uti singuli>>, y a él solo pueden ser atribuidos los derechos y obligaciones inherentes al ejercicio de su actividad notarial, pues la supuesta sociedad profesional no podría directamente, en modo alguno, ni dar fe, conforme a las leyes, de los contratos y demás actos extrajudiciales ni se pueden atribuir a la misma los derechos y obligaciones inherentes a tal ámbito de la actividad notarial”.

Y prosigue la DGRN constatando que la actividad notarial se encuentra “rigurosamente regulada por ley y por entero sustraída a la autonomía de la voluntad, de modo que si la autorización de los documentos públicos por imperativo legal ha de realizase bajo el sello, signo, firma y rúbrica del notario, tales exigencias son inequívocamente incompatibles con la exigencia de la Ley de sociedades profesionales de que tales actos sean realizados directamente bajo la razón o denominación social”.

Por tal motivo, si se atiende, como centro neurálgico del supuesto considerado por el Centro directivo, a la vertiente funcionarial del estatuto jurídico del notario, tal y como la contempla la legislación notarial, es, en conclusión, de lege lata “imposible que esa función pueda ser ejercitada por una sociedad profesional en los términos que taxativamente prefigura la citada Ley 2/2007”. No se opone a ello, por otra parte, la existencia entre los notarios que constituyeron la sociedad pretendidamente profesional de un “acuerdo de colaboración, o convenio entre despachos, a que hace referencia la escritura y para el que los otorgantes solicitaron y obtuvieron la preceptiva y reglamentaria autorización”; tal convenio es solo eso, “y nada tiene que ver con una sociedad profesional”. Y se remata la argumentación, como de soslayo, diciendo que “para algún destacado mercantilista las sociedades civiles de notarios no son más que sociedades de comunicación de ganancias”.

Parece difícil, de lege lata (fórmula que, con singular precisión, utiliza la propia Dirección General para enmarcar su criterio), presentar cualquier tipo de reparo o matiz a la doctrina contenida en la resolución analizada. Pero no sé si de lege ferenda o, más bien, intentando aproximarnos al imprevisible futuro, quizá quepa dar algunas vueltas al asunto, de las que aquí sólo me permitiré aludir a la singular política jurídica que se ha inaugurado entre nosotros con la Ley 2/2007 y, sobre todo, al hecho de saber si el campo de la sociedad profesional ha de quedar acotado para siempre alrededor de la política legislativa en ella contenida. Ya la idea misma de la sociedad profesional constituyó en su día –y tal vez no se haya superado del todo ese estadio- una figura jurídica compleja, que destruía algunas certezas y permitía, al mismo tiempo, encarar el ejercicio conjunto de la actividad profesional en el mercado bajo un prisma renovado.

No se trata de decir que esa orientación fuera del todo acertada ni que constituyera, a la vez, una exigencia de la propia realidad profesional. Ambas circunstancias, en el caso de que se asumieran como tales sin mayores críticas, carecen hoy, transcurrida más de una década desde la entrada en vigor de la Ley 2/2007, de valor determinante para orientar –y esta sería la cuestión decisiva- la evolución del tratamiento jurídico referido a la prestación conjunta de servicios profesionales bajo forma de sociedad. Es cierto que, en el caso aquí analizado, el estatuto jurídico del notario ofrece dificultades insalvables, por su condición de funcionario titular de la dación de fe, para hacer viable la constitución de una auténtica sociedad profesional. Esta circunstancia sería hoy una certeza y la duda consiste en saber si un planteamiento de mercado (como el que parece latir en alguno de los argumentos aducidos por la recurrente) que la superara o la destruyera (elija el lector el verbo que prefiera) podría encontrar el modo de desarrollarse frente a la orientación funcionarial y personalísima, hoy dominante.

No debe verse en la fórmula (“planteamiento de mercado”) que acabo de utilizar un criterio liberal a ultranza, de modo que un asunto tan trascendental como la seguridad jurídica preventiva pudiera quedar al albur de lo que se derivara de la pura dinámica mercantil, sin mediación alguna. Precisamente porque la evolución tecnológica (y sólo mencionaré el inevitable fenómeno del blockchain), así como la pretensión simplificadora, sobre todo en lo que se refiere a la constitución y funcionamiento de las sociedades, campan hoy por sus respetos, sin que sepa claramente hacia donde nos llevan, el objetivo de política jurídica sería el adecuar la ordenación y el desempeño de la relevante función notarial a las necesidades del tráfico jurídico contemporáneo, con la adopción de la pertinente política legislativa al respecto.

Lo que acabo de decir, de manera esquemática e insuficiente, no es más que una mera reflexión, suscitada al hilo de la importante resolución glosada en este commendario. No parece improcedente llamar la atención sobre ella y, más precisamente, sobre el supuesto contemplado, sin que, hoy por hoy, sea posible –así me lo parece- negar el acierto de la doctrina expuesta por el Centro directivo.