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PACTO OMNILATERAL, ESTATUTOS Y BUENA FE

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Los pactos parasociales, así llamados entre nosotros desde un luminoso trabajo de Oppo en los años cuarenta del pasado siglo, han atraído la atención de los juristas interesados en el Derecho de sociedades, por ser una manifestación singular de la libertad contractual “externa” dentro del marco delimitado por dicha disciplina. Y digo “externa”, porque, como es bien sabido, por su origen se sitúan extramuros de la persona jurídica sociedad, aunque sus suscriptores sean varios o todos los socios y a la sociedad se refieran o pretendan incidir en su organización y funcionamiento las distintas cláusulas acordadas; todo ello, claro está, sin perjuicio de que el pacto o buena parte de su contenido termine integrándose en la disciplina estatutaria, lo que sucede tantas veces con pérdida del sentido y propósito funcional originario de los pactos parasociales.

Como también es notorio, la valoración jurídica de tales acuerdos ha experimentado cambios significativos. De un planteamiento crítico inicial, que condujo a su nulidad (así, señaladamente, en la LSA de 1951), se ha llegado a una situación bien diferente, donde, por regla general, la validez de los pactos parasociales, como categoría genérica, ha adquirido reconocimiento unánime entre los especialistas. Es buena muestra de esta postura lo que establece, entre nosotros, el art. 29 de la LSC, donde la única consecuencia que el legislador extrae de los, por él llamados, “pactos reservados”, es la de su inoponibilidad a la sociedad. Con este llamativo laconismo, que deja multitud de cuestiones sin contemplar, queda establecida la aparente incomunicación entre las vertientes externa e interna de la libertad contractual en el Derecho de sociedades. Postura, desde luego, acertada, como punto de partida, pero necesitada de muchos matices a la hora de considerar la operatividad, en su caso, de los correspondientes pactos parasociales en el funcionamiento cotidiano de la sociedad a la que se refieran.

Tal consideración no es sólo resultado de un capricho intelectual, sino una consecuencia directa e inevitable de un hecho conocido por todos: la presencia constante de los pactos parasociales en la realidad societaria. Esta realidad, auténticamente universal, es resultado, desde luego, de la vigencia constante en el sistema jurídico de la autonomía de la voluntad, que busca a través del pacto y el acuerdo el mejor modo de influir en el funcionamiento de la persona jurídica societaria, sin perjuicio de lo que se deduzca de los estatutos sociales. Pero, en ocasiones, la conclusión de pactos parasociales, sin dejar de ser un fenómeno propio de la libertad contractual, es también consecuencia de la rigidez con la que, por razones diversas, se configuran los propios estatutos; y ello es así, no, desde luego, por su específica naturaleza, sino como resultado de un tratamiento legislativo inconveniente. Así sucede, según he intentado destacar en algún commendario previo, como corolario inevitable del relevante protagonismo que han adquirido las nuevas tecnologías en el moderno Derecho de sociedades, sobre todo en la fase fundacional.

Por lo expuesto, se entiende que los pactos parasociales hayan llegado a convertirse en un elemento habitual del paisaje societario de nuestros días. No siempre, claro está, con las mismas características, como pone de relieve, entre otros extremos, el singular tratamiento que se les dispensa en las sociedades cotizadas o las particularidades establecidas a propósito de los protocolos familiares. Y como resultado de esa “presencia constante”, han terminado por desbordar, por supuesto, el marco normativo –siempre escaso y esquemático-, pero también la cuidadosa atención que les ha dispensado la doctrina, para ser objeto de controversia ante los tribunales, que han empezado a conformar un criterio sólido al respecto.

Precisamente, la sentencia del Tribunal Supremo 103/2016, de 25 de febrero, de la que ha sido ponente el magistrado Rafael Sarazá Jimena, constituye un nuevo ejemplo de esa familiaridad jurisprudencial con la figura en estudio, aportando reflexiones y criterios de considerable interés. En esta ocasión, se trataba de varios pactos parasociales, de carácter omnilateral, por ser sus suscriptores todos los socios integrantes –miembros de una misma familia- de dos sociedades, anónima y limitada, respectivamente. Al margen de otros detalles, en los pactos uno de los socios, padre de los otros dos, asignaba a cada uno de los hijos la titularidad de un elevado porcentaje de acciones y participaciones, reservándose el usufructo sobre una porción significativa de ellas y asumiendo al mismo tiempo el ejercicio del derecho de voto correspondiente, sin perjuicio de otras facultades. Dichos acuerdos permanecieron en la esfera externa a las dos sociedades, sin plasmarse en sus estatutos, lo que no impidió que, con motivo de la celebración, en el mismo día, de las respectivas juntas generales, ejerciera el padre los derechos de voto relativos a las participaciones y acciones a las que se extendía su usufructo. Uno de los hijos impugnó los acuerdos adoptados en las juntas, reclamando su nulidad, lo que fue concedido inicialmente por el juzgado de lo mercantil, y revocado posteriormente por la Audiencia. Recurrido este fallo en casación, el Tribunal Supremo desestima el recurso.

De las muchas cosas que podrían destacarse en la sentencia comentada, quizá sea la menos relevante la relativa a la plena validez de los pactos parasociales en nuestro Derecho, así como la aparente incomunicación que, de entrada, se manifiesta entre ellos y la esfera propiamente societaria. Ya ha quedado dicha la consistente unanimidad dominante entre nosotros sobre tales criterios, que el fallo confirma aludiendo a algunas sentencias previas del propio Tribunal Supremo. Interesa destacar, con todo, la perspectiva inversa que se observa en este caso frente a los anteriores; si en las sentencias citadas se impugnaba un acuerdo de la junta por ser contrario a lo suscrito en un determinado pacto parasocial, ahora el recurrente hace exactamente lo contrario, pues en la adopción de los acuerdos sociales impugnados se ha observado rigurosamente el contenido del pacto, cuyo carácter omnilateral recoge, confirmando la terminología, el propio fallo.

En este sentido, se destaca que el demandante no ha cuestionado “la validez y eficacia de tales pactos parasociales, en los que son parte todos los que entonces y ahora detentan la propiedad, plena o nuda, de las acciones y participaciones sociales, y el usufructo sobre parte de ellas. Pero impugna los acuerdos sociales que se adoptaron dando cumplimiento a tales pactos porque estos pactos no se traspusieron a los estatutos sociales y el voto del usufructuario no estaba reconocido en los estatutos sociales”, aludiéndose, a tal efecto, a los preceptos que se ocupaban del usufructo de acciones y participaciones en el momento de producirse los hechos, así como al art. 127, 1º LSC, vigente en la actualidad.

El hecho de que en los pactos objeto de consideración dispusiera el recurrente sólo de la nuda propiedad (de las acciones o de las participaciones), correspondiendo a su padre el usufructo de las mismas, con la particularidad de que, a la vez, fuera titular del derecho de voto, constituye para el Tribunal Supremo un dato, a la vez fáctico y jurídico, de extraordinario relieve. Y es que, como se advierte en el fallo, “el derecho de voto reservado al padre sobre las acciones y participaciones cuya nuda propiedad transmitía [a sus hijos] le permitiría solucionar situaciones de bloqueo como la que efectivamente se produjo”.

A la vista de este conjunto de circunstancias y criterios, el Tribunal Supremo afirma que el proceder del recurrente infringe la buena fe por haber prestado “su consentimiento en unos negocios jurídicos de los que resultó una determinada distribución de las acciones y participaciones sociales, en los que obtuvo ventajas (la adquisición de la nuda propiedad de determinadas acciones y participaciones sociales) y en los que se acordó un determinado régimen para los derechos de voto asociados a esas acciones y participaciones (atribución al usufructuario de las acciones y participaciones sociales transmitidas)”. Y es que, “quienes, junto con el demandante, fueron parte de este pacto parasocial omnilateral y constituyen el único sustrato personal de las sociedades, podían confiar legítimamente en que la conducta del demandante se ajustara a la reglamentación establecida en el pacto parasocial”.

De manera que, en conclusión, un pacto parasocial suscrito por todos los socios de una determinada sociedad es algo más que res inter alios acta, y su contenido habrá de tenerse en cuenta para ordenar la vida corporativa, siempre que, claro está, no se oponga a normas imperativas o, directamente, a los propios estatutos de sociedad. Pero, aun siendo cierta esta conclusión, en el caso presente juega un papel destacado el recurso a la buena fe, que, si se nos apura, parece invocarse con arreglo a la singular modulación que de la misma se observa en el deber de fidelidad, cuyo papel en nuestro Derecho de sociedades, según es notorio, no ha terminado de consolidarse. Y digo esto porque los pactos que nos ocupan, sin perjuicio de su indudable naturaleza negocial, aproximan el “estado de relación duradera” entre quienes los suscribieron a una suerte de fenómeno asociativo, en cuyo seno adquiere todo su sentido la doctrina sentada por esta importante sentencia, cuya lectura convendría hacer en paralelo con el libro, igualmente importante, de Jorge Noval, sobre el fenómeno en ella enjuiciado.

José Miguel Embid Irujo