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LEY INDICATIVA. ÉTICA DE LAS VIRTUDES Y CÓDIGOS DE BUEN GOBIERNO

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Dada mi veterana afición a los temas propios de la Filosofía del Derecho, he releído este verano el libro del gran iusfilósofo y, sobre todo, penalista alemán Hans Welzel “Introducción a la Filosofía del Derecho” (trad. esp. de Felipe González Vicén, Madrid, Aguilar, 1971). La obra, hoy, por desgracia, poco consultada, constituyó durante décadas una referencia obligada para los interesados en estas cuestiones e, incluso –como fue mi caso- para los estudiantes que pretendían iniciarse durante la licenciatura en la visión filosófica del Derecho, de la mano, en este caso, de Juan José Gil Cremades, mi profesor en la materia.

El libro de Welzel contiene un riguroso repaso histórico de las ideas vertidas sobre el Derecho natural, desde los griegos hasta la década de los sesenta del pasado siglo, fecha en la que se publicó su última edición. En ese estudio evolutivo, basado directamente en los textos de los autores analizados, aparecen múltiples cuestiones de interés para el jurista de nuestros días. Y es que la reflexión sobre el Derecho natural, sobre su misma posibilidad como sistema normativo aplicable a las concretas relaciones sociales, constituye una auténtica constante histórica. Que se enuncie con dichos términos, como todavía se hace por distintos autores, o que se inserte en expresiones y categorías diversas, resulta, en cierto sentido, irrelevante; lo verdaderamente decisivo es que, a su través, se actualiza la perenne preocupación por los contenidos materiales de la justicia, así como por el mejor modo de concretarlos y llevarlos, en su caso, a la práctica. No es un azar, por ello, que el libro de Welzel lleve por subtítulo la fórmula “Derecho natural y Justicia material”

En el marco de las reflexiones sobre el Derecho natural de la Escolástica tardía, y a propósito de la herencia nominalista y voluntarista de Guillermo de Ockham, he topado (págs. 93-95 del libro de Welzel) con el concepto de “ley indicativa” (lex indicans), expresión debida, al parecer, al monje agustino Gregorio de Rímini (nacido a mediados del siglo XIV). Dicho autor ve en la noción de ley dos funciones diversas, siendo la primera la imperativa (lex imperans), quizá la más natural, desde el punto de vista del profano, conforme a la cual la ley es, esencialmente, el mandato de una voluntad superior a los sometidos a ella, ordenando hacer u omitir alguna cosa. La segunda función es la indicativa y en este plano la ley nos muestra sólo que algo es bueno o malo, justo o injusto, loable o condenable.

Ante la pregunta que, desde hace algunas líneas, se planteará el lector respecto del vínculo de esta temática con el Derecho de sociedades, he de remitirme al título del presente commendario. La fórmula “ley indicativa” me trajo a la mente de inmediato la idea de “Derecho blando“ (soft Law) y, por consiguiente, la pujante realidad de los códigos de buen gobierno en nuestros días. Se dirá, con razón, que los presupuestos, el contexto doctrinal y la realidad de la época de ese par de enunciados muestran diferencias tan significativas que quizá sea un exceso buscar algún paralelismo o cercanía entre ellos. No tengo la menor duda de que esto es así, pues la discusión sobre la ley natural de la época, impregnada de criterios teológicos, y siempre distante de todo lo que suponga actividad comercial, se sitúa en las antípodas del pragmático y muy económico ámbito del gobierno corporativo. Sucede, sin embargo, que algunas actividades intelectuales –y el Derecho es uno de los mejores ejemplos- no prescinden o, quizá mejor, no pueden ni deben prescindir de las nociones, conceptos y experiencias de épocas pasadas, siempre que, claro está, haya o pueda haber algún puente analógico entre aquéllas y la realidad presente.

En este sentido, si se mira bien, el puente analógico entre la ley indicativa y el Derecho blando se sitúa en lo que pudiéramos llamar la “función declaratoria” de ambos; si aquélla, como nos recuerda Welzel, muestra lo que es Derecho, aunque no lo imponga, también los códigos de buen gobierno realizan una tarea equivalente, al señalar a las sociedades cotizadas (o a sus correspondientes destinatarios) lo que se ha estimado como valioso desde el punto de vista de su organización y funcionamiento. Que la infracción de la ley indicativa no traiga consecuencias jurídicas, aunque suponga un pecado para el infractor, no es algo demasiado diferente (en la esfera laica y técnica del gobierno corporativo, por supuesto) de la necesidad de explicar al mercado el no seguimiento de alguna recomendación. Aún cabría decir, incluso, que dichoexplain vendría a ser una suerte de “confesión pública” de la infracción, hecha posible gracias al  “ministerio” de la correspondiente entidad o agencia de supervisión del mercado.

Saliendo de la órbita jurídica, algo similar se observa en el terreno de la moral, cuando se compara la llamada “ética de los deberes” con la “ética de las virtudes”. Como ha señalado con indudable acierto Norberto Bobbio (en “Elogio de la templanza”, trad. esp. de Francisco Javier Ansuátegui Roig y José Manuel Rodríguez Uribes, Madrid, Temas de hoy, 1997, pág. 51) ambas no han de verse de manera contrapuesta, sino integrada, ya que las dos tienen por objeto la “acción buena”; la primera, no obstante, “la describe, la indica, la propone como ejemplo y la segunda la prescribe como un comportamiento que se debe realizar, como un deber”. Dicho de otra manera, la ética de las virtudes, al modo de la ley indicativa, tiene una función declaratoria o, quizá mejor, “mostrativa”, en tanto que la ética de los deberes, como la lex imperans, asume una función propiamente prescriptiva.

Sin pretender desembocar en el acostumbrado y conformista “nihil novum sub sole”, sí resulta oportuno destacar estas similitudes, sobre todo, retornando a nuestro campo, para dotar de mayor espesor jurídico al Derecho blando y, a la vez, para fomentar su comunicación con el Derecho firme, lo que sin duda será fecundo para ambos en el momento actual del Derecho de sociedades. Y, por último, no sería inconveniente prestar más atención a los teólogos y juristas de la llamada “escuela de Salamanca”, en quienes se actualizan con notable rigor conceptual temas como el que aquí se ha mencionado y tantos otros relevantes para la comprensión histórica, y también presente, del Derecho, y no sólo del que, también por comodidad, seguimos llamando natural.