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EL FUTURO YA ESTÁ AQUÍ

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Ya antes del coronavirus, aunque cueste recordarlo, era frecuente meditar desde muy diferentes instancias, sobre todo intelectuales, alrededor de los caracteres del inmediato futuro en vista de ciertos factores, como, entre otros, la acelerada evolución tecnológica o la complejidad económica derivada de la globalización, bien conocidos de todos. La pandemia no ha hecho sino acentuar la intensidad de algunos de ellos, sin perjuicio de poner en cuestión otros, al menos aparentemente; en todo caso, los obstáculos a la vida personal y social, tal y como la conocíamos en épocas que muchos añorarán, han intensificado la digitalización, convirtiendo en usuales términos peculiares (“webinar”, “zoom”), de tono estrictamente tecnológico, sin los cuales parece que nuestro discurrir cotidiano resultaría imposible.

No hay que esperar, por tanto, a que el futuro llegue; lo tenemos con nosotros, de la misma forma que, por desgracia, seguimos coexistiendo con el COVID-19. Quizá se trate de caras diversas de un mismo fenómeno, no monetario, sino, más bien, poliédrico y, en todo caso, existencial, característico de la misma evolución humana a lo largo de la historia, aunque su contenido no sea siempre idéntico y se revista de pintorescas hopalandas.

El caso es, como tantas veces sucede, que no podemos poner entre paréntesis tales extremos y debemos asumirlos, intentando en lo posible que nuestra vida no quede clausurada dentro de los marcos, variables y muchas veces estrechos, de la misma realidad social. Para el jurista, y creo posible aquí prescindir, gracias a la comprensión del lector, del tiempo y del espacio (¡que me perdone Kant!), no se trata de algo insólito; es más, podríamos decir que constituye rasgo esencial de nuestro oficio expresado de modo inmejorable por el viejo aforismo da mihi factum, dabo tibi ius.

Esa necesidad de responder en todo tipo de situaciones y ante los más diversos problemas se pone de manifiesto, desde luego, cuando el legislador, con grave falta de diligencia por su parte, mantiene en vigor normas periclitadas, de muy difícil acoplamiento con la dinámica social. Pero también se produce, cuando el mismo legislador, habiéndose puesto “las botas de siete leguas”, promulga, con urgencia y sin la debida meditación, leyes pretendidamente adaptadas a las circunstancias propias de un  determinado momento, y carentes, por ello mismo, de tratamiento normativo hasta entonces.

En muchas ocasiones, sin embargo, ni la pasividad del legislador ni la “motorización” legislativa son la causa de las dificultades del jurista para ofrecer al solicitante la adecuada respuesta jurídica; se trata, simplemente, de aquellas situaciones que los profesionales del Derecho tienden a calificar como un novum, es decir, algo que se da en la realidad y que, hasta ese momento, resulta desconocido, difícil de comprender e, incluso, insólito, para cuyo tratamiento, además, no sirven los instrumentos disponibles. En esos casos, no sólo no hay “culpables” a quienes achacar la dificultad de encontrar una solución segura y justa a las demandas sociales, sino que, del mismo modo, es harto dudoso el camino que haya de recorrerse para acceder a la paz jurídica.

Y, sí, me parece que se ocupa de un novum el libro El inventor artificial. Un reto para el Derecho de Patentes (Cizur Menor, Aranzadi, 2020), debido a Luz Sánchez García, joven y excelente jurista formada en la Universidad de Murcia al calor de las enseñanzas de la profesora Rosalía Alfonso Sánchez. Por sus páginas discurren algunos de los fenómenos de nuestro tiempo, y ya no del futuro, como la inteligencia artificial y la robótica; a su descripción y análisis jurídico básico dedica los primeros apartados de su obra, para concentrarse seguidamente en la caracterización de los “agentes inteligentes artificiales”, cuyo papel como inventores en el marco del Derecho de patentes estudia con detenimiento.

Son muchos los temas de interés en esta obra, a lo largo de la cual luce con claridad la buena formación jurídica de la Dra. Sánchez García, desde luego en materia de propiedad industrial, pero también respecto de los diversos problemas jurídicos que son susceptibles de plantear los fenómenos indicados, con especial referencia a esos entes singulares agrupados bajo la denominación de “agentes inteligentes artificiales”.

Como esta sección, al igual que Commenda, aparece circunscrita al Derecho de sociedades, y, por el momento, no hemos decidido “ampliar el objeto social” a la entera disciplina mercantil,  me abstendré de opinar sobre tantos temas relevantes como se contienen en el libro reseñado; no me resisto a señalar, con todo, la progresiva importancia del Derecho de patentes y, más ampliamente, del Derecho de la propiedad industrial, así como su utilidad para el jurista atraído, aunque no sólo, por la ordenación jurídica de la empresa y el mercado. De ser sus distintas modalidades, en la óptica clásica de los civilistas, un mero ejemplo de “propiedad especial”, han pasado a convertirse en un lugar de referencia básico para el tratamiento de la innovación técnica, de la renovación industrial y, por supuesto, de la lucha competitiva en el mercado.

Haré, sin embargo, una discreta excepción a este propósito mío de no ocuparme de las materias que constituyen el grueso del libro, a la vista de aquel apartado del mismo en el que su autora se ocupa de caracterizar jurídicamente a los agentes de la inteligencia artificial. Y ahí surge, si se me permite la licencia, el “milagro” del Derecho, pues a propósito de tan relevante asunto, se traen a colación, al lado de cuestiones bien actuales, como la personalidad jurídica de las sociedades mercantiles (o, mejor, sus grados) o el tratamiento jurídico de los animales, asuntos pertenecientes a épocas pasadas, pero muy oportunamente rememorados, como es, de manera relevante, la situación jurídica del esclavo en el Derecho romano.

Esta referencia a cuestiones que, sin tener demasiado que ver con el supuesto en examen, ayudan a su delimitación jurídica, ofrece múltiples motivos de reflexión. Si el agente puede verse como un ente susceptible de personalización, al modo de las personas jurídicas, si debiera considerarse, más bien, una cosa, de modo que disfrutara de algún grado de subjetividad jurídica sin ser, propiamente, una persona, o si, en fin, es posible, como ha declarado el Parlamento europeo en su resolución de 16 de febrero de 2017, hablar de una suerte de “personalidad electrónica”, como una especie de tertium genus, son, desde luego, posibilidades merecedoras de detenida atención. Parece, en cualquier caso, que el debate sobre tan complejo asunto debe situarse en el amplio y confortable espacio del pensamiento funcional, es decir, aquella forma de analizar los problemas jurídicos según la cual interesa no tanto “construir” una acabada y refinada comprensión dogmática del supuesto de hecho, sino, más bien, ofrecer una solución razonable a un problema de difícil encaje en las categorías tradicionales.

No se trata, por lo demás, de una materia artificial –nunca mejor elegida la palabra- ni irrelevante, desde el punto de vista de su significado, desde luego, económico, pero también social. Por otra parte, y casi a punto de concluir el presente commendario, me entero de la publicación del libro Robots y personas. Una aproximación jurídica a la subjetividad cibernética (Madrid, Reus, 2020), de Miguel Lacruz Mantecón, dedicado con carácter monográfico, según lo que su título sugiere, al tema que acabo de considerar y en el que, así me parece, puede aportar algo de luz el Derecho de sociedades.

Por lo expuesto, y desde la perspectiva jurídica, siempre particular en el concierto de las ciencias y los saberes, bien podríamos concluir aludiendo a la esencial artificialidad del Derecho, que permite ir y venir a lo largo de su historia para encontrar, con las debidas adaptaciones, las respuestas adecuadas a las demandas sociales de cada momento. Esto es, en esencia, lo que también se conoce como “arte del Derecho”, el cual, al decir del gran civilista italiano Natalino Irti (L’uso giuridico della natura, Roma-Bari, Laterza, 2013, p. 49), “no indica una vocación literaria o una habilidad retórica, sino una potencia creativa de innaturalidad, un querer que trata el querer ajeno como naturaleza manipulable y gobernable” (el subrayado es del autor).