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¿SOSPECHA PERMANENTE?

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Fue Paul Ricoeur, hace ya más de medio siglo, quien encontró una similitud, digamos estructural (o, quizá mejor, espiritual), entre pensadores con obras tan diversas como Marx, Nietzsche y Freud. Les unía, según el filósofo francés, el haber introducido la sospecha respecto del mundo, los seres humanos y sus circunstancias como elemento básico de cualquier reflexión. En tal sentido, resulta común a los indicados autores, prescindiendo ahora de todas las matizaciones necesarias, el hecho de no aceptar e, incluso, de negar el valor de las afirmaciones y criterios que se nos ofrecen en primera instancia, vengan dados por las apariencias, por la tradición o por la autoridad, sea ésta la que fuera.

Estos “maestros de la sospecha”, como también decía Ricoeur, se han caracterizado, en su respectivo campo de análisis, por “arrancar las máscaras”, con expresión igualmente proveniente del filósofo francés. Trayendo el agua a nuestro molino, cabría sostener que los tres han sido unos conspicuos practicantes del “levantamiento del velo” avant la lettre; seguramente por tal circunstancia no resultará improcedente su mención en un contexto jurídico-societario como el que inspira a nuestro Rincón, siempre, claro está, que hagamos las debidas adaptaciones y evitemos los automatismos no sólo en los términos, sino también en los propósitos.

No es éste el lugar para extenderse sobre el inquietante asunto de la sospecha ni mis conocimientos en materia filosófica, económica o psicoanalítica están a la altura de tan exigente pretensión. Sí parece posible sostener que un programa metodológico basado esencialmente en la sospecha no facilita precisamente el desenvolvimiento ordenado y razonable de la vida humana, aunque en ocasiones contribuya, sin duda, a arrojar la debida luz sobre algunas realidades o prácticas decididamente inconfesables. No podemos ignorar, de este modo, los inconvenientes que la aceptación sistemática de lo que se nos muestra, se base en una creencia ciega o no, pueda traer consigo, porque, como es bien sabido, “no es oro todo lo que reluce”. Y quizá estemos dando vueltas a un asunto mucho más viejo que la sospecha decimonónica, si recordamos, entre otros muchos testimonios que podrían aducirse, aquella distinción evangélica entre la candidez de la paloma y la prudencia de la serpiente.

Viniendo al Derecho y, más concretamente, al de sociedades, no hará falta destacar la conveniencia de que sus distintos protagonistas, en el marco de sus respectivos intereses, aprendan a lidiar con las circunstancias de estos constructos dogmáticos que son las personas jurídicas de base asociativa y con los diferentes elementos que componen su razón de ser y hacen posible su funcionamiento. Y todo ello con vistas a que pueda realizarse la compleja combinación, inherente históricamente a toda regulación de la conducta humana que pretenda ser Derecho, de dos elementos tan valiosos como son la justicia y la seguridad jurídica.

De manera que harán bien socios y acreedores (por limitarnos al catálogo habitual de protagonistas de la disciplina societaria) en introducir una cierta dosis de sospecha como elemento preventivo de su posición jurídica y de las decisiones que, en cada caso, consideren conveniente adoptar. No es tan seguro, sin embargo, que la idea de la sospecha pueda convertirse en un Leitmotiv de quien, por razón de su competencia, está llamado a aplicar el Derecho de sociedades y a contribuir, en la medida de sus posibilidades, a la realización de la justicia sin desdoro de la seguridad jurídica. Y no es seguro porque a tal sujeto, tomando ahora la palabra como mero recurso expresivo, precisamente por la posición relevante que ocupa, le cumple en primera y necesaria instancia el deber de interpretar y aplicar rigurosamente el Derecho, yendo y viniendo de los hechos sucedidos en la realidad a la norma jurídica, con la finalidad de conseguir la mejor respuesta a las pretensiones de las partes.

No hay ninguna duda de que en esa misma realidad se utilizan en ocasiones medios engañosos y fraudulentos, de imposible sanación por el ordenamiento y, menos todavía, por el aplicador del Derecho. Es muy importante, con todo, no tomar a la sospecha como aliado permanente y ver en todo lo que no se comprenda bien de entrada o sea impugnado, incluso con ferocidad por alguna parte del conflicto, una circunstancia de ese tipo. O, dicho de otro modo, hay que controlar la “precomprensión” del supuesto de hecho, magnitud ésta de tanto relieve en la esfera judicial y que se introdujo con brillantez en la dogmática general del Derecho por la relevante obra de Josef Esser.

Estas ideas, un tanto atropelladas, han venido a mi mente al leer el apartado final de la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 10 de mayo de 2023 (BOE 1 de junio) donde se utiliza un tono firme y nítido para defender la corrección de una determinada configuración estatutaria de una sociedad de responsabilidad limitada y evitar así cualquier derivación en el juicio derivada de una potencial sospecha.

Se trata de una extensa resolución, llena de consideraciones de distinto orden, motivadas todas ellas por la discrepancia entre los fedatarios intervinientes en el asunto que dio origen al expediente. En este sentido, la escritura pública relativa a la constitución de la indicada sociedad dio motivo a varias calificaciones negativas por parte del registrador mercantil, siendo objeto del correspondiente recurso por parte, en este caso, de la notaria autorizante de la escritura, resuelto finalmente por el Centro directivo con estimación parcial. Fue precisamente la cuestión que aquí nos interesa la que mereció la aquiescencia de la Dirección General y de ella nos ocuparemos seguidamente.

El asunto venía referido a una cláusula estatutaria en la que, tras declarar que el cargo de administrador era gratuito, añadiéndose a continuación lo siguiente: “En el caso de que el administrador realice trabajos dependientes de carácter laboral a favor de la empresa, la retribución por tales trabajos, que deberán ser estrictamente de carácter laboral y soportarse en el correspondiente contrato laboral, deberá ajustarse a condiciones de mercado y estar aprobada anualmente por la Junta General de Accionistas”.

Dejando al margen ahora la notoria incorrección de calificar como “accionistas” a los socios de una limitada, conviene indicar que, a juicio del registrador, la “acumulación de relaciones y retribuciones” susceptible de producirse sobre la base de la indicada cláusula ha sido objeto de considerables condicionamientos por parte de la Jurisprudencia. Por tal motivo, a su juicio, deberían condicionarse “las retribuciones que el administrador perciba por relaciones laborales a que el administrador desarrolle como consecuencia de las mismas una actividad distinta a la que le corresponde como órgano de administración y excluyendo las relaciones laborales de alta dirección”.

Sobre la base de esta calificación, de la que aquí sólo he traído a colación un breve extracto, el Centro directivo entendió que en ella se reprochaba a la sociedad, en relación con la indicada cláusula estatutaria, el haber omitido “una exclusión expresa de las relaciones laborales de alta dirección”. El desacuerdo con este planteamiento no puede ser más radical, pues como se dice inmediatamente en la resolución, “esta Dirección General no puede amparar semejante afirmación”. Tras enumerar algunas resoluciones precedentes, así como ciertas sentencias del Tribunal Supremo a propósito de la doctrina del vínculo, se concluye, como no puede ser de otro modo, que “si no existe previsión estatutaria en contrario, el cargo [de administrador] es gratuito, siendo ilícito cualquier contrato civil o labora que bajo la apariencia de una relación civil o laboral enmascare una retribución por el ejercicio del cargo”.

Sin perjuicio de tal consideración, que constituye doctrina firme y segura en esta vidriosa materia, afirma el Centro directivo que “nada obsta a que los estatutos prevean, junto al carácter gratuito del cargo, la posibilidad de que se lleven a cabo entre la sociedad y el administrador contratos de índole civil o laboral que aparen el ejercicio por este de actividades distintas a las de gestión y representación de la sociedad, contratos que se encuentran sujetos al contrato de la junta general”. Tal previsión estatutaria, en caso de que exista, no debe ser entendida como “indicio de retribución extraestatutaria del cargo de administrador”. Para que tal cosa suceda, y pueda rechazarse, en consecuencia, la validez de la correspondiente e hipotética cláusula estatutaria, “es preciso que se configure de modo que deje en la indeterminación o permita inferir una remuneración del cargo de administrador por el ejercicio de sus funciones”.

De acuerdo, entonces, con la resolución de 26 de abril de 2021, también alegada por la notaria recurrente, debe admitirse aquella cláusula que, además de establecer la gratuidad del cargo de administrador, añada la posibilidad de retribuir al administrador “por la prestación de otros servicios o por su vinculación laboral para el desarrollo de otras actividades ajenas al ejercicio de las facultades de gestión y representación inherentes a aquel cargo”.

Tales circunstancias se manifiestan con plena claridad en el supuesto examinado; de este modo, el cargo de administrador de la sociedad limitada en cuestión es gratuito, si bien este sujeto podrá llevar a cabo “otras actividades de carácter laboral, amparadas por un contrato de dicha naturaleza y recibir por ello una retribución objeto de aprobación por la junta general”. Y a renglón seguido añade la Dirección General algo determinante para el propósito de este commendario: “Nada hay en dicha cláusula que permita inferir o sospechar que dichas posibles relaciones, que en puridad no tendría por qué estar previstas en estatutos, amparen u oculten remuneraciones por el ejercicio del cargo de administrador”.

Por lo tanto, si no hay “causa que permita afirmar la existencia de remuneraciones extraestatutarias que violen la gratuidad del ejercicio del cargo de administrador, no cabe tampoco exigir la exclusión expresa de determinadas relaciones laborales”. De optarse por esta posibilidad, “sería también exigible la exclusión expresa de cualquier otra actividad laboral o de otra índole pues, potencialmente, cualquiera de ellas puede encubrir actividades propias de la gestión social”. De modo que, en conclusión, “no cabe presumir o inferir de una situación lícita ni el fraude ni la intención fraudulenta, sin perjuicio que, de producirse hechos que quepa subsumir en dichas situaciones, se ejerciten las acciones previstas en el ordenamiento por quien ostente legitimación para ello”.

La claridad de la resolución, al menos en lo que se refiere al tema aquí en estudio, así como, a mi juicio, su indudable acierto, exime de complementos o matizaciones explicativas. Resulta evidente el hilo conductor del razonamiento y, lo que todavía es más relevante, su motivación o fuente inspiradora, perfectamente deducible del último párrafo transcrito. En tal sentido, todo supuesto lícito -en nuestro caso, la situación jurídica contemplada en la cláusula estatutaria objeto de controversia- obliga a presumir la licitud de sus presupuestos espirituales, salvo que, claro está, se acredite nítidamente lo contrario.

Afirmación ésta última que, más allá, si se quiere, de su notoria obviedad, resulta de especial interés en una materia, tan característica de las sociedades cerradas, como la que ha dado motivo a este apartado de la resolución objeto del presente commendario. A su tenor, bien podríamos decir que la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública ha de quedar fuera de los “maestros de la sospecha”, a los que con tono más objetivo que crítico se refería Paul Ricoeur.

Creo que es una consecuencia sumamente estimable, sobre todo porque, como antes señalé, la sospecha permanente -la sospecha como método, cabría decir- no permite conseguir la mejor disposición a la hora de aplicar el Derecho, tarea, ésta sí, esencial e insoslayable para el Centro directivo. En el este caso, el resultado decisorio, además de ser correcto, acentúa planteamientos y criterios de los que se ha de partir necesariamente a la hora de responder al continuo quid iuris que nos interpela como juristas.