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MÁS SOBRE LAS DISPOSICIONES COMUNES DE LA NUEVA REGULACIÓN DE LAS MODIFICACIONES ESTRUCTURALES

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

En el commendario anterior, intenté perfilar, dentro de lo posible, las circunstancias que han dado lugar a la nueva regulación de las modificaciones estructurales, al tiempo que comencé a bucear en la misma a fin de ir analizando uno de los aspectos que tienen, aparentemente, mayor interés y que consiste, como allí señalé, en la elaboración de un régimen común para todas las modificaciones reconocidas entre nosotros. Ese régimen, por lo demás, no ha traído consigo grandes cambios, al menos por lo que se refiere a la arquitectura general de estas destacadas alteraciones societarias; se confirma, por ello, su consideración de ser auténticos procedimientos a lo largo de cuyo desarrollo se establecen las correspondientes medidas de tutela de los intereses involucrados en las distintas figuras de modificación estructural.

Aunque sea a vuelapluma, y después de haber esbozado en el commendario previo los elementos básicos de la fase preparatoria correspondiente a toda modificación estructural, me dedicaré ahora a analizar los aspectos principales de la fase decisoria, con algunas referencias complementarias a la protección de socios y acreedores. A tal efecto, resulta necesario situarse, dentro del capítulo II (“disposiciones comunes”), en la sección segunda, específicamente destinada a regular, desde luego, el “acuerdo de modificación estructural”, pero también “la validez de la operación”.

Por lo que a este enunciado compuesto se refiere, suficientemente comprensivo, en sí mismo, de lo que a continuación se regula, no me detendré en subrayar el significado de sus dos distintos apartados; destacaré, no obstante, la coherencia del enunciado con la política jurídica de la nueva regulación, así como la llamativa convivencia del sintagma “modificación estructural” con el singular término “operación”, en apariencia dos formas distintas de designar los mismos supuestos. Puede haber razones estilísticas en esta diversidad terminológica, aunque en ella se reúnan, quizá de manera inadvertida para el legislador, dos distintas tradiciones dentro del tema que nos ocupa; de un lado, la española, inspirada, si se quiere, en una clásica formulación alemana, y, de otro, la forma preferida en Italia, allí completada con el calificativo “extraordinaria”.

Resulta conveniente destacar, en todo caso, que, más allá de estos aspectos lingüísticos, la preocupación por garantizar la estabilidad de las distintas modificaciones, reduciendo significativamente las causas de su hipotética invalidez, a partir de la impugnación del acuerdo de la junta, le ha jugado una “mala pasada” al legislador. No contento éste con llevar su propósito sanatorio, quizá con inadecuación procesal, también a la fase decisoria, ha reiterado los términos (“validez de la operación”) en la sección cuarta del capítulo II, escuetamente dedicada a la fase ejecutoria de la correspondiente modificación estructural. El tema es significativo y a algunos de sus aspectos, concretamente a los que se refieren a la impugnación del acuerdo de modificación estructural, me referiré en la última parte del presente commendario.

Volviendo, pues, sobre nuestros pasos, vamos a recalar en el importante art. 8 (“aprobación por la junta general”) donde se contempla el núcleo básico de la fase decisoria. El punto de partida lo constituye la atribución a la junta, con carácter exclusivo, de la competencia para decidir sobre las distintas modificaciones estructurales, con arreglo a lo que en cada caso proceda en atención al tipo o tipos de sociedad que participen en ellas.

Pretende el legislador, con buen criterio, que el acuerdo de la junta sea el resultado de una decisión sólidamente fundada; podríamos hablar, con fórmula consagrada en la Medicina, de “consentimiento informado”. En tal sentido se indica en el precepto que nos ocupa que la junta “tomará nota” (es la expresión literal) de los informes, tanto de los administradores como de los expertos independientes, elaborados con motivo de la tramitación de la correspondiente modificación estructural, así como de las opiniones que al respecto hayan podido presentar los trabajadores o sus representantes, los socios y los acreedores, con arreglo, según ya sabemos, a lo establecido en cada caso.

No es fácil saber qué pueda significar exactamente ese “tomar nota”, formulado en apariencia de manera imperativa; la cuestión es relevante porque, aunque los mencionados informes han de figurar necesariamente en la documentación publicada antes de la adopción del acuerdo (art. 7), no es seguro lo que deba hacerse en relación con las opiniones expresadas por tales sujetos a fin de que la junta pueda “tomar nota” de ellas.

Resulta imprescindible, por tanto, que esas opiniones lleguen a quienes, con su voto, han de contribuir a la formación del acuerdo sobre la modificación estructural, es decir, los socios; y que lleguen, además, en tiempo oportuno, con carácter inmediato y sin coste alguno, más allá, por supuesto, del esfuerzo que la diligencia requerida al socio pueda implicar. Como la nueva regulación se extiende en distintos apartados (por ejemplo, en el art. 7, a propósito de la publicidad preparatoria del acuerdo) sobre los medios disponibles para facilitar el acceso de los legitimados a las informaciones y noticias de esencial conocimiento por su parte, también aquí será pertinente su adecuada puesta en práctica. Parece lógico contar, a tal efecto, con la página web de la sociedad, en su caso, o con la posibilidad (a falta de página web, auténtica obligación, como señala el art. 7, 4) del depósito de los documentos en el Registro mercantil competente, según el domicilio de la sociedad en cuestión.

No me detendré en comentar las particularidades relativas al modo y los requisitos de aprobación establecidos en los apartados 4, 5, y 6 del ya citado art. 8. Se distingue allí entre las circunstancias propias de la sociedad anónima (separando a tal efecto las exigencias relativas al quorum y las correspondientes a la adopción del acuerdo) y las relativas a la sociedad de responsabilidad limitada (circunscritas, como es bien sabido, al establecimiento de la mayoría facultada para la aprobación); y todo ello, claro está, sin perjuicio de la posibilidad de que los estatutos eleven los quórums y las mayorías predispuestas normativamente “siempre que no superen el noventa por ciento de los derechos de voto que corresponden al capital social presente o representado en la junta general” (art. 8, 6).

Tampoco me referiré con detalle a la posibilidad, contemplada en el art. 9, de que el acuerdo aprobatorio de la modificación estructural se adopte por unanimidad. El supuesto, ya presente en la Ley 3/2009, tiene una notable significación tipológica, pues relaja las exigencias informativas y publicitarias comunes a las distintas modificaciones estructurales en el caso de las sociedades cerradas, siempre que el acuerdo se adopte en junta universal y “por unanimidad de todos los socios con derecho de voto y, en su caso, de quienes de acuerdo con la ley o los estatutos pudieran ejercer legítimamente ese derecho”.

Más interesante me parece, dentro del contexto decisorio en estudio, aludir, siquiera sea brevemente, al margen de maniobra de que dispone la junta general a la hora de adoptar el acuerdo sobre la modificación estructural presente en el orden del día, tras, por supuesto, “tomar nota” de los distintos documentos relativos a dicho cambio societario. El legislador da por sentado, como no podía ser de otro modo, que la junta, en atención a la documentación presentada (y, por supuesto, a la luz de lo debatido en ella), disfrutará de dos posibilidades extremas en cuanto se refiere al contenido del acuerdo; en este sentido, el art. 8, 2 in fine señala lapidariamente que (la junta) “acordará la aprobación o no del proyecto de modificación estructural”.

Frente a lo dispuesto en el art. 40 de la Ley 3/2009, a propósito del acuerdo de fusión (pero que bien podía extenderse al resto de las figuras allí reguladas en idéntico trance), nada se dice ahora sobre la necesidad de que el acuerdo se ajuste “estrictamente” al proyecto de fusión; tampoco se alude de manera expresa a la posibilidad de modificar su contenido, sin perjuicio de que tal forma de proceder se interpretaba en el marco de la normativa derogada como un nítido rechazo al proyecto y por tanto a la propia modificación debatida en la junta.

La cuestión resulta ser ahora algo más complicada; esa dificultad no se deduce de las dos posibilidades, extremas y contrapuestas, consignadas en el precepto de referencia, sino del peculiar enunciado contenido en el mismo artículo 8, pero en su último párrafo (el séptimo). Allí se dice que “todo cambio del proyecto de modificación estructural requerirá la misma mayoría”, es decir, las cifras, porcentajes y fracciones indicadas en los ya citados párrafos 4, 5 y 6, respecto de las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada participantes en la modificación.

A tenor de este último enunciado, cabe afirmar que con la nueva regulación no sólo será posible alterar el contenido del proyecto de modificación estructural presentado a la junta, algo también viable en el marco de la ley 3/2009, sino que los hipotéticos cambios no habrán de ser tenidos como manifestación de rechazo al mismo ni, por consiguiente, como acuerdo denegatorio de la correspondiente modificación. Este resultado, que parece indiscutible si prestamos atención exclusiva a lo dispuesto en el art. 8, 7, puede, no obstante, ser desmentido o, cuando menos, sensiblemente matizado, si ponemos en relación dicha norma con la recogida en el art. 8, 2 in fine, antes transcrita.

Porque, una de dos, o la junta ha de atenerse a la lapidaria dicotomía (aprobación/rechazo) contenida en este último precepto, o cabe, además, un tertium genus, consistente en alterar el proyecto sin que el cambio o cambios consiguientes hayan de interpretarse necesariamente -según lo que sucedía en la Ley 3/2009- como signo de rechazo y de desaprobación, por tanto, de la modificación estructural. El asunto es relevante porque no se establece límite alguno a la facultad de alteración del proyecto por parte de la junta, lo que si, de un lado, cuadra bien con su carácter de órgano societario soberano, según la terminología consagrada al respecto (no sin objeciones), introduce, de otro, inseguridad y descontrol en cuanto al desarrollo, tanto procedimental como sustantivo, de las distintas modificaciones estructurales.

No es fácil salir del atolladero, como consecuencia, entre otras cosas, de la, en apariencia, omnímoda facultad modificadora que el art. 8, 7 parece atribuir a la junta. Parece razonable entender, en atención a la presencia de diversas sociedades en la mayoría de las modificaciones estructurales (sobre todo, en las de contenido patrimonial), que esa facultad de alteración sólo tendrá sentido cuando se ejerza de manera sustancialmente uniforme con motivo de la adopción de los correspondientes acuerdos por las juntas de las distintas sociedades.

De lo contrario, es decir, cuando una de esas juntas proceda de manera unilateral en el sentido descrito habrá de tenerse por rechazado el proyecto, en su caso, y por inviable la modificación estructural proyectada, al haber sido “desfigurada” su “configuración básica” (existente en el proyecto), si se me permite el juego de palabras. La cuestión, no obstante, es susceptible de diversas consideraciones, algunas de ellas contrapuestas, y obliga a censurar sin remedio su defectuoso tratamiento en la nueva regulación.

Para concluir este commendario, me detendré brevemente en el análisis del art. 11, dictado a propósito de la impugnación del acuerdo de modificación estructural. Se trata de un precepto sin parangón en la Ley 3/2009, ya que no parece posible equipararlo a lo establecido a propósito de la impugnación del balance de fusión (art. 38) ni, mucho menos, a lo dispuesto en el art. 47, también de la citada ley, a propósito de la impugnación de la fusión, rogando al lector que traslade, aunque sea retrospectivamente, esas normas al resto de las figuras contempladas en la Ley 3/2009, cuando menos a las de contenido patrimonial y traslativo.

En línea con lo advertido anteriormente, el sentido del citado art. 11 de la nueva regulación parece residir, prima facie, en la voluntad de mantener la plena validez de lo acordado por la junta, presuponiéndose la idea de que esa decisión fue aprobatoria, aunque la manera de expresarla no sea precisamente adecuada; y no sólo por la ausencia de un más que necesario “que” después de cada uno de los ordinales donde se enumeran los motivos excluyentes, por sí solos o en conjunto, de la facultad de impugnación de los acuerdos.

Con todo, parece haber un elemento unificador en esos motivos, relativos todos ellos a elementos, patrimoniales o informativos, propios de la tutela de los socios de las sociedades participantes en una modificación estructural. Respecto de los primeros, no procederá la impugnación del acuerdo cuando se haya fijado inadecuadamente, bien la compensación en efectivo ofrecida a los socios por la enajenación de sus acciones, cuotas o participaciones, bien la relación de canje correspondiente a las mismas. En el caso de los segundos, la impugnación quedará excluida si la información facilitada sobre esos mismos elementos patrimoniales “no cumplía los requisitos legales”.

De este modo, se cierra notablemente el margen de maniobra de los socios (pues a ellos, y solo a ellos, afectan los motivos considerados en el art. 11) para impugnar el acuerdo de modificación estructural adoptado por la junta. Reitero que, conforme al sentido y fin de la norma, habrá de tratarse de un acuerdo aprobatorio, ya que, de lo contrario, el precepto resultaría por completo incoherente. Resulta llamativo, por lo demás, que la fijación inadecuada de la relación de canje (piedra angular de una fusión o de una escisión, esencialmente) no permita impugnar el acuerdo adoptado por la correspondiente sociedad. Pero el propósito de conservar (cabría decir, a cualquier precio) la integridad y validez de la decisión de la junta lleva a este resultado, quizá excesivo, y no del todo congruente, por otra parte, con el tratamiento, antes visto, de la facultad de la junta para modificar, en su caso, el proyecto de modificación estructural.

Otra cosa podría pensarse, y con ello termina el presente commendario, si la fijación inadecuada del tipo de canje (o de la compensación ofrecida a los socios) se entendiera, con exceso de sutileza y quizá de manera artificiosa, como una circunstancia de tipo formal relativa, exclusivamente, al procedimiento técnico aplicado para calcular dicha magnitud. De aceptarse tal criterio, no procedería la impugnación contra el acuerdo de la junta en caso de que concurriera ese vicio, pero sí cabría llevarla a cabo frente a un tipo de canje sustancialmente inadecuado, con independencia del procedimiento utilizado al efecto (adecuado o no).

Reitero que esta interpretación puede resultar artificiosa y excesivamente sutil, con dificultades no menores a la hora de ponerla en práctica; pero no cabe desestimarla sin más a la vista de las circunstancias que, con frecuencia, se manifiestan en una alteración societaria tan relevante como la derivada de la realización de una modificación estructural.