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SOBRE EL CESE DEL SECRETARIO DEL CONSEJO

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia



A la hora de caracterizar al Derecho de sociedades desde el punto de vista de su contenido básico y, sobre todo, de su función, suele acudirse a la idea de que mediante sus distintos tipos se predispone en favor de los particulares un mecanismo de organización para hacer posible y viable la titularidad de la empresa. Por tal motivo es frecuente calificar a nuestra disciplina como un “Derecho de organización”, sin perjuicio de que esta fórmula genérica no impida poner de manifiesto la pluralidad de modos en que la organización puede traducirse. Es verdad, y no descubro ningún secreto, que el espectro organizativo es variado y diverso, según los tipos y las categorías societarias; así, nos encontramos con el esquematismo elemental de las sociedades de personas, donde todo termina dependiendo de la libertad contractual, hasta la mayor complejidad de las sociedades de capital, sin ignorar, a pesar de su distinta causa, a las sociedades cooperativas. Y si en estas últimas la autonomía de la voluntad ha de lidiar con un excesivo intervencionismo del legislador, que no oculta la profunda influencia de las sociedades de capital sobre su configuración organizativa, el caso de las anónimas y las limitadas merece alguna consideración particular.
Acabo de decir que en ellas se observa un esquema organizativo de mayor complejidad, frase que sin ser del todo inexacta no permite entrever las peculiaridades de dicho asunto, de acuerdo con los distintos tipos de naturaleza capitalista. Partimos, eso sí, del pie forzado derivado del tratamiento paralelo que, en punto a los órganos sociales, se arrastra desde los trascendentales cambios producidos en la legislación societaria en los últimos años del pasado siglo. No podía la LSC, por tanto, apartarse de estas premisas, con independencia de la intensa diferenciación relativa a las sociedades cotizadas, sobre todo a partir de la reforma llevada a cabo por la Ley 31/2014. Es posible sostener, desde entonces, la idea de que tales entidades, sin mengua de su consideración como sociedades anónimas, han iniciado un camino, seguramente de no retorno, hacia su conversión más sustantiva que formal, en un nuevo tipo societario dentro de nuestro ordenamiento.
Es, precisamente, en el ámbito organizativo y, de manera más concreta, en lo que atañe a la vertiente administrativa, donde esa singularidad de la sociedad cotizada adquiere un rango de máxima notoriedad. Podrá decirse que el extraordinario detalle sobre el consejo, sus comisiones, las posiciones y los cargos de los consejeros (con referencias detalladas al presidente y al secretario), entre otros asuntos, son materias que, en su minuciosa concreción, escapan al ámbito, necesariamente más general, de una ley; por lo que, de acuerdo con una técnica legislativa clásica, habrían debido recalar en un texto de naturaleza reglamentaria (y todo ello, sin perjuicio, claro está, del Derecho blando).
Esta circunstancia, es decir, el carácter estrictamente legislativo (desde el punto de vista de las fuentes del Derecho) del régimen correspondiente a las sociedades cotizadas, puede considerarse característica del entero Derecho de sociedades, sin que el relieve del RRM reduzca significativamente su alcance. Del asunto, extensible a amplios sectores del Derecho mercantil, he hablado en algún commendario y no voy ahora a repetir lo dicho en su momento. En cualquier caso, y con independencia de la fuente normativa empleada, quizá quepa explicar el detallismo, tal vez exagerado, de la LSC en lo que atañe a la regulación del consejo de administración de las sociedades cotizadas, por la insuficiencia que observamos en el tratamiento que del mismo se hace con carácter común para todas las sociedades de capital. Esa insuficiencia raya en la absoluta precariedad cuando se trata precisamente de los cargos u oficios susceptibles de desempeñarse en el consejo, con alusiones elementalísimas al presidente y al secretario.
La reseñada escasez normativa permite dar cauce, no obstante, a una idea valiosa, ampliamente aceptada entre nosotros, y de extraordinaria utilidad en la práctica de las sociedades que opten por el modelo colegiado de administración, con independencia de su concreto tipo. Me refiero al amplio margen de que disfrutará la autonomía de la voluntad como mecanismo básico para hacer posible la autoorganización del consejo; y no sólo como una abstracta posibilidad, sino en el plano, más concreto y práctico, de conseguir la mejor adecuación entre el tipo societario, la empresa de que resulte titular, y el funcionamiento eficiente de la persona jurídica a través de su órgano gestor y representativo, con los cargos que dentro de él puedan establecerse.
De esta potestad o, quizá mejor, libertad de autoorganización se habla, sintética pero nítidamente, en la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 24 de mayo de 2021 (BOE de 10 de junio), a propósito del cese del secretario (no consejero) del consejo de administración de una sociedad anónima y del nombramiento de otra persona para dicho cargo, acuerdos ambos adoptados por el propio consejo por unanimidad y, como se dice en la resolución, “en sesión celebrada con carácter de universal”. Interesa destacar que en uno de los preceptos estatutarios (su art. 29, 2º) se decía expresamente que “el Consejo de Administración designará, en caso de no haberlo realizado la Junta General, un Secretario y, potestativamente, un Vicesecretario, pudiendo recaer el nombramiento en quienes no sean administradores, en cuyo caso actuarán con voz pero sin voto. El Vicesecretario sustituirá al Secretario en los casos de ausencia, indisposición, incapacidad o vacante”.
Presentada la escritura a inscripción, el registrador mercantil no la practicó porque el secretario cesado había sido nombrado para el cargo por la junta general, correspondiendo a este órgano, en su criterio, la facultad para acordar dicho cese, a la vista de lo dispuesto en el precepto estatutario transcrito. De este modo, lo procedente era que la propia junta general cesara al secretario, a fin de evitar que su facultad para el nombramiento del citado cargo quedara desvirtuada por la intromisión del consejo. La sociedad anónima afectada interpuso el correspondiente recurso, alegando que los estatutos no exigían que el cese fuera acordado por la junta general, lo que suponía reconocer al consejo la competencia a tal efecto, sobre la base, entre otros extremos, de lo dispuesto en el art. 146, 1º RRM. Por su parte, la Dirección General estimó el recurso, revocando la calificación impugnada.
En la parte propiamente dispositiva de la resolución, que no llega a una página del BOE, expone el Centro directivo, con claridad y notoria síntesis, buena parte de los argumentos hasta ahora enunciados. Así, comienza destacando la ausencia de “especial regulación” existente entre nosotros respecto de la figura del secretario del consejo “a pesar de la creciente importancia que ha ido adquiriendo en la práctica societaria”. Se alude, en tal sentido, a lo dispuesto en el art. 191 LSC, donde se indica que, salvo disposición contraria de los estatutos, será el secretario del consejo también secretario de la junta general; en igual forma, se menciona la competencia del secretario del consejo para firmar, junto con el presidente de dicho órgano, las actas de las discusiones y acuerdos del propio consejo, tal y como se advierte en el art. 250 LSC.
No olvida la DGSJFP la detallada disciplina que sobre la posición del secretario del consejo de administración en las sociedades cotizadas se contiene en los arts. 529 quinquies y 529 octies de la LSC, dentro de los cuales, como es sabido, se añaden a las tradicionales funciones por él desempeñadas (conservación de la documentación del consejo, redacción de actas y certificación de su contenido) otras relacionadas con “la regularidad jurídica de las actuaciones del consejo y con la información relevante que deban recibir los consejeros para el ejercicio de sus competencias”.
Quedan por mencionar, finalmente, las someras alusiones a nuestra figura dentro del RRM, y así lo hace el Centro directivo, destacando, si se quiere con cierta paradoja, que la exigencia de que el secretario “figure con su cargo vigente e inscrito en el Registro mercantil” (tal y como se deduce de lo dispuesto en los arts. 94, 1º , 108 y 109 RRM) “ha supuesto por razones eminentemente prácticas la imposición de la existencia del cargo de secretario con carácter de permanencia cuando la estructura del órgano de administración sea la de consejo”.
Esta sumaria semblanza pone de manifiesto, al decir de la Dirección General, la “parquedad normativa” característica del tema que nos ocupa; serán, entonces, “los estatutos y, a falta de éstos, el propio consejo de administración, por la libertad de autoorganización que le confiere el artículo 245.2 de la Ley de Sociedades de Capital, los llamados a regular el discernimiento del cargo de secretario y las funciones que le correspondan”. En ese marco de libertad, cabe desde luego la posibilidad de nombrar como secretario a quien no sea consejero “en atención a sus méritos profesionales o los méritos contraídos como empleado de la sociedad normalmente llamado por su relación de servicios o laboral a desarrollar otras actividades generalmente de asesoría en las que suele ser fundamental la permanencia y conocimiento del funcionamiento interno de la sociedad”.
Es, en suma, la libertad de organización el criterio distintivo básico para el desenvolvimiento del consejo y de su labor; por tal motivo, en ese marco, “debe reconocerse a este órgano la faculta revocatoria respecto del cargo de secretario no consejero y, en caso de haberla ejercitado, debe también reconocérsele competencia para designar una persona que desempeñe tal cargo”. No entra la resolución en determinar “si la facultad que los estatutos reconocen a la junta general para designar un secretario se refiere únicamente a la posibilidad de que se nombre a quien dicho órgano haya nombrado como secretario…o también a la posibilidad de designar consejero no secretario”; al margen de este asunto, “lo cierto es que la disposición estatutaria debatida, según su propio contenido literal, no impide que el consejo de administración remueva del cargo a quien haya sido designado secretario no consejero ni, en cualquier caso en que dicho cargo se halle vacante, designar a otra persona para que lo desempeñe”.
Conclusión, ésta, lógica y completamente razonable, derivada, eso sí, de la inevitable interposición de un recurso ante la inicial calificación negativa del registrador mercantil, carente, al menos a mi juicio, de cualquier fundamento sólido desde la perspectiva, en este ámbito esencial, del funcionamiento eficiente de los órganos sociales y, en particular, del consejo de administración. Más allá, entonces, de la estimación del recurso, era ésta una buena ocasión para reiterar la validez y la pertinencia de la libertad de autoorganización del consejo, lo que la Dirección General hace con suma nitidez y con una expresión sobria y correcta, que acentúa, por lo demás, el acierto inherente a dicha formulación.
No quiero dejar de subrayar, por último, la naturalidad con la que el Centro directivo asume que los acuerdos del consejo, en lo que aquí nos interesa, se adoptaron en una “sesión celebrada con carácter de universal”. Son muchas las líneas dedicadas a la junta universal, desde luego en la doctrina, pero también en la jurisprudencia, de acuerdo con la sumaria regulación que de dicho supuesto se encuentra vigente entre nosotros desde hace décadas; mucha menor es la atención prestada al consejo universal, sin perjuicio de su indudable validez y significativa presencia en la realidad societaria. No parece dudoso que la efectiva configuración de esta posibilidad sea el resultado, una vez más, de la libertad de autoorganización del consejo.