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¿CONSEJEROS INDEPENDIENTES? NO, GRACIAS

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

 

Quienes conocieron los entresijos de las no escasas conspiraciones políticas en tiempos de la Restauración y durante la dictadura de Primo de Rivera solían contar historias y sucedidos pintorescos sobre el contenido de esas agitaciones y, en particular, en torno a las características y reacciones de sus protagonistas, más allá de las sanciones o encarcelamientos que, con mayor o menor arbitrariedad, pudieran aplicarse. De entre esas narraciones, me viene a la memoria una que tuvo como protagonista, de un lado, a Rafael Sánchez Guerra, que desempeñó altos cargos gubernativos durante la República, con una vida entre romántica, costumbrista y, a la vez, legendaria, y, de otro, Álvaro Figueroa y Torres, Conde de Romanones, de quien, para el sufrido lector, bastará con mencionar su nombre, sin mayores aditamentos.

Pues bien, en el marco de una de esas conspiraciones, y ante la imposición de gruesas multas a algunos de sus protagonistas, Rafael Sánchez Guerra, que vivía con toda modestia y tenía en la época como bien más preciado de su patrimonio un piano carente de cualquier artilugio interno susceptible de convertirlo en auténtico instrumento musical, decidió exiliarse a París y el Conde de Romanones acudió a despedirle, pronunciando una frase que se hizo célebre: “Le envidio a usted, Sánchez Guerra, por poder marcharse; yo también lo haría si tuviera la independencia económica de que usted disfruta”. No hace falta destacar, claro está, el voluminoso patrimonio del que disfrutaba el señor Conde, para quien, por tanto, la mentada “independencia económica” no podía significar otra cosa que la absoluta desvinculación del sujeto pretendidamente autónomo de cualquier consideración crematística, por mínima que fuera.

Más allá de lo que esta anécdota -sabrosa en sí misma y por contraste con la planicie intelectiva que nos asola en la vida pública- pueda llegar a significar, la idea de “independencia” se nos muestra con absoluta nitidez, no exenta de cierto rigorismo y resulta muy oportuna en nuestro contexto societario, por un hecho reciente que ha adquirido notoriedad. Me refiero al fulminante cese de los consejeros independientes de Indra, destacada y relevante sociedad cotizada, objeto en los últimos tiempos de notorias apetencias, cambios en la base subjetiva de la sociedad y movimientos corporativos de diverso orden a los que no parece ajeno el propósito gubernativo de ejercer una influencia dominante en su organización y gestión. A ese cese, como a otras actuaciones de significativo alcance, le ha acompañado un cierto seísmo bursátil, cuya continuidad o superación entran dentro de los misterios del Mercado de valores, materia que aquí, por tanto, dejaremos intocada.

Sí es relevante destacar la condición de “independientes” de los consejeros cesados, categoría ésta suficientemente contrastada y aceptada en el ámbito del gobierno corporativo, dentro y, por supuesto, fuera de nuestras fronteras, como una pieza relevante en la arquitectura organizativa y funcional de la sociedad cotizada. No hará falta que me extienda sobre todo ello, por ser materia muy bien conocida, desde luego por nuestra doctrina, pero también en el ámbito de esta singular modalidad tipológica, con incidencia destacada en la normativa reguladora de las mismas; en particular, me limitaré a recordar los cambios, ciertamente no pequeños, que en punto al estatuto de los consejeros, su actuación y también su cese o dimisión, se contienen en el CBGSC tras la modificación de su contenido llevada a cabo en junio de 2020.

Me refiero, desde luego, al Derecho blando, sin ignorar, claro está, su naturaleza y su sentido ordenador; pero también su creciente relieve a la hora de delimitar el estatuto de esa materia, si se quiere imprecisa, aunque determinante, que llamamos desde hace décadas “gobierno corporativo”. Es claro que hablamos de unos enunciados no vinculantes, que, por lo tanto, pueden ser seguidos o no por las entidades destinatarias del código, es decir, las sociedades cotizadas; y si libre es, entonces el “seguimiento” de lo recomendado o meramente propuesto por el legislador “blando”, no cabe ignorar la inmediata aparición de una carga para quien, en uso de su libertad, decida no seguir la concreta recomendación ignorada. Es decir, soslayado el comply, queda, en su defecto y de manera inexorable, el explain, que bien podría ser considerado una auténtica carga, tomando el término en su sentido técnico-jurídico, como “imperativo del propio interés”, con fórmula consolidada entre nuestros civilistas.

No me parece dudoso que el cese de los consejeros independientes de Indra requiera una explicación por parte de la sociedad; esta consecuencia puede deducirse, a mi juicio, de diversos apartados contenidos en el propio CBGSC, si bien creo que el argumento de mayor fuerza sería el derivado de la recomendación 21, inserta en la sección relativa a “separación y dimisión de consejeros”. Entre las distintas cosas que allí se dicen, resulta necesario destacar la que recomienda mantener en su cargo a los consejeros independientes mientras no se haya cumplido el período estatutario para el que hubieran sido nombrados, salvo cuando concurriera justa causa, “apreciada por el consejo de administración previo informe de la comisión de nombramientos”.

Seguidamente, la recomendación se extiende en la determinación particularizada de esa “justa causa” sin pretensiones de exhaustividad, lo que, tal vez, resultara no del todo congruente con su carácter de Derecho blando; sí conviene destacar, en todo caso, que esa motivación causal concurrirá cuando el consejero “incurra en algunas de las circunstancias que le hagan perder su condición de independiente, de acuerdo con lo establecido en la legislación aplicable”. Lo que, dicho en roman paladino, significa, sin afán tautológico ni redundante, que no podrá ser consejero independiente quien haya dejado de ser independiente, habiéndolo sido, sin duda, en la época coincidente con su nombramiento.

De este modo, lo verdaderamente importante y prioritario es el calificativo aplicable al sujeto que aspira a ser consejero o es propuesto a tal fin; tal elemento viene a constituirse en presupuesto ontológico o condición de posibilidad, como se quiera, de su nombramiento como consejero de una determinada sociedad. Ello es necesariamente así, aunque también es cierto que muchos sujetos independientes y entendidos en cuestiones corporativas (no sé si éste fue el caso de Rafael Sánchez Guerra, auténtico independiente malgré tout) suelen quedar fuera de ese apetecible y apetecido recinto que es el consejo de administración de una sociedad cotizada.

Como sólo he tenido conocimiento de los elementos más llamativos del cese al que me vengo refiriendo, no puedo aportar aquí dato alguno sobre la motivación o las causas justificativas, en su caso, del cese; da la impresión, no obstante, de que en la secuencia fáctica descrita no hay mucho más, precisamente, que el acto de cese, entendido éste en sentido estricto y desnudo de cualquier revestimiento en orden a su motivación o justificación. Ante este ejercicio, directo e inmediato, del “poder de decisión” concretamente existente en el momento actual de la sociedad Indra se podrá alegar que la separación del cargo de administrador no necesita justificación causal alguna para producirse en nuestro Derecho. Con arreglo al art. 223 LSC, es decir, una norma de Derecho firme, la Junta general es libre para adoptar en cualquier momento y sin que conste en el orden del día la decisión, ciertamente trascendente, de separar a uno, varios o todos los administradores de su cargo, sin mayores condicionamientos.

Se trata, como es sabido, de una norma de alcance general y aplicable por tanto a todas las sociedades de conformación capitalista, incluidas, como es lógico, las sociedades cotizadas. Dejemos al margen ahora (el lector me tolerará esta manga ancha) las particularidades de ese cese, su articulación orgánica y demás requisitos, lo que, prima facie, no empaña la pertinencia del argumento que se acaba de señalar, es decir, el sometimiento de los administradores a las particulares conveniencias de los socios, que son, en el pensamiento de nuestro legislador, desde el pasado siglo hasta nuestros días, quienes tienen la última palabra, en este y en otros asuntos.

Pero, si esto es así, que parece serlo, ¿por qué el presidente de la CNMV ha calificado de “llamativo” y “preocupante” el cese de los consejeros independientes de Indra? ¿Quizá porque a su través se evidencia un llamativo cambio de control de la sociedad para cuya efectiva consecución hubiera sido procedente lanzar una OPA, lo que, como es notorio, no ha sucedido? Sin perjuicio de esta última hipótesis, que va ganando enteros en la opinión pública, me atrevo a considerar que las razones de esta alta autoridad institucional para expresar tales calificativos se derivan, en buena medida, de las circunstancias características del gobierno corporativo y de las exigencias que le son propias tras la evolución experimentada en los últimos tiempos.

Más allá de los matices que se puedan considerar, parece evidente que nuestro CBGSC, a través de sus distintos principios y recomendaciones, refleja con nitidez una inequívoca línea de “moralidad corporativa”, podríamos decir, cuya efectiva realización sería pertinente para conseguir el mejor desempeño de las sociedades cotizadas, tanto en el mercado, como, en el caso que ahora nos ocupa, en su vertiente organizativa y decisoria interna. Y es verdad, por supuesto, que el espectro decisorio de esas mismas sociedades puede considerarse, en sus concretas posibilidades, sumamente amplio, sin que el hecho de su posibilidad acredite de inmediato su condición de medidas propias y características de lo que suele denominarse “buen gobierno” corporativo.

He hablado de “moralidad corporativa”, a la hora de expresar ese complejo mundo que es, desde el punto de vista jurídico, el CBGSC, como ejemplo del llamado “Derecho blando”. Pero también cabría indicar que en este texto se condensa una singular teleología “explicativa de la especialidad del tratamiento”, como diría, si no recuerdo mal, el maestro Girón. Es decir, dicho texto aspira a conseguir determinadas finalidades en la órbita del buen gobierno corporativo y lo hace, en consonancia con lo que es habitual en nuestro tiempo (y así se pone de manifiesto en multitud de países), por la vía singular de los principios y recomendaciones; algunos de estos, es cierto, pasarán con el tiempo al ámbito del Derecho firme, y así ha sucedido entre nosotros, en tanto que otros mantendrán su condición “blanda” por mucho tiempo.

Tal realidad, sin duda compleja, no debe ser entendida como si nos encontráramos ante dos mundos que deben ser tratados de manera separada, o que, de otro modo, sólo adquieren pleno valor para el jurista cuando lo que era blando deja de serlo, bien porque se convierte en firme, bien porque desaparece. Hay que ir, así lo vengo defendiendo hace tiempo, a un tratamiento integrado de ambas magnitudes, de manera que pueda ser posible la más que deseable “mutua fecundación” entre el Derecho firme y el Derecho blando en lo que atañe, sobre todo, a la ordenación jurídica del gobierno corporativo.

Y en ese tratamiento integrado creo que corresponde un papel cada vez más relevante al Derecho blando, precisamente por la mayor libertad de que disfruta el regulador para su elaboración, lo que le permite ocuparse con detalle de numerosas cuestiones, ausentes o insuficientemente tratadas en la esfera del Derecho firme. Es también el Derecho blando, es decir, entre nosotros, el CBGSC, un poderoso instrumento para la progresiva delimitación singular de la sociedad cotizada hacia su conversión, seguramente en sentido sustantivo más que formal, en tipo autónomo dentro de nuestro Derecho de sociedades. Por tales circunstancias, el jurista no ha de ver en los principios y recomendaciones del CBGSC un repertorio instrumental sin especial trascendencia, y libremente desechable, por tanto, a tenor de las conveniencias de la concreta sociedad cotizada.

De ello es buena prueba el supuesto de los consejeros independientes, así como el tratamiento, impulsor a la vez que protector, que se les dispensa en el CBGSC, a tenor, entre otros ejemplos, de la recomendación 21 antes señalada. La clave de esta figura, y no temo volver a repetirme, reside precisamente en su calificativo, en distinguir al sujeto portador como auténticamente independiente, de acuerdo con los estándares normativos aplicables, aunque siempre quepa discutir el contenido concreto de esos estándares, como de manera peculiar, lo puso de manifiesto el sucedido entre Rafael Sánchez Guerra y el Conde de Romanones, al que me refería al comienzo de este commendario.

Por tanto, de mantenerse en los correspondientes consejeros la condición de independientes, mediante la cual fueron elevados al órgano de administración de la sociedad cotizada, no sólo sería “llamativo” y “preocupante” su cese, sino también inquietante, como medida, a mi juicio, contraria al buen gobierno corporativo y también, en perspectiva de futuro, como, quizá, el anuncio de una tendencia a convertir al poder de control societario en legibus solutus, aun limitado a la esfera del Derecho blando.

La presencia de los consejeros independientes, en cuanto tales, dentro del consejo de administración es, hoy, una garantía para el mejor funcionamiento de este órgano y de la propia sociedad a la que pertenece. No se trata de decir que, mediante ellos, se haga posible la “separación de poderes” que Adolf Berle jr. postulaba en una de sus obras como una necesidad indeclinable dentro de las grandes corporaciones norteamericanas, de estructura accionarial dispersa, como es bien sabido, y por ello muy diferentes a lo que es característico en nuestro ámbito. Pero sí resulta necesario postular una suerte de “frenos y contrapesos” dentro del mundo corporativo, a fin de que se haga posible el cumplimiento de las normas y la debida consideración de los intereses presentes en la compleja realidad delimitada por las sociedades cotizadas; a ese fin contribuyen, sin duda, los consejeros independientes.