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UNA JUNTA GENERAL COMO TANTAS OTRAS, PERO…

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

En más de una ocasión me he referido en esta misma sección a la relativa incongruencia que supone haber establecido en la LSC un sistema orgánico equivalente para todas las sociedades reguladas en ella. Y aunque los matices que deberían alegarse ante tamaña declaración serían numerosos, no deja de ser cierto que tanto la pequeña tienda de la esquina organizada como sociedad limitada, como la gran sociedad cotizada necesitan recurrir al mecanismo de la Junta general, lo cual, bien miradas las cosas, no parece razonable e, incluso, tal consecuencia bien podría calificarse de sorprendente. Ya con motivo de la reforma de la LSRL en 1995 se aludió desde diferentes vertientes a la conveniencia de facilitar el funcionamiento orgánico de las sociedades limitadas o, lo que es lo mismo, a que el “gobierno de los socios”, verdaderamente decisivo en esta figura, fuera algo más que una mera declaración retórica. El resultado, como es bien sabido, fue otro, reproducido, por lo demás, en la vigente LSC, al hilo del proceso de refundición que dio motivo a su origen.

No han faltado desde entonces voces laudatorias del sistema regulador contenido a la sazón en la LSRL 1953 y, de manera más concreta, en lo relativo al modo de adoptar los acuerdos sociales en la misma. Con acierto difícilmente discutible, el art. 14 de dicha ley afirmaba que “la voluntad de los socios, expresada por mayoría, regirá la vida de la Sociedad”, poniendo en primer lugar, dentro del “gobierno corporativo” de la limitada a lo que los socios tuvieran por conveniente establecer. Que esa voluntad se obtuviera y se expresara a través de un órgano llamado Junta general, era, para el legislador de aquel momento, una cuestión secundaria, sólo pertinente en el contexto de sociedades de cierta dimensión, con un número elevado de socios, cifrado por el indicado precepto en quince, como es bien sabido. Siguiendo esa inequívoca línea de política jurídica, pero también de política legislativa, la resolución de la entonces llamada Dirección General de los Registros y del Notariado de 17 de febrero de 1965 indicaba que el citado precepto permitía “que los acuerdos puedan adoptarse por cualquier medio que garantice la autenticidad de la voluntad declarada”, citando a tal efecto, como especialmente valiosa, la fe pública notarial.

Al no ir las cosas por este camino, con la rememoración recién efectuada nos situamos en el terreno de lo que bien podría denominarse “nostalgia legislativa”, relevante, tal vez, para la reflexión de lege ferenda (poco frecuente, si se fija el lector, en los últimos tiempos por lo que al Derecho de sociedades se refiere), pero escasamente útil para la operatividad de las normas, las cuales, hoy en día, dicen, cuando menos desde un punto de vista literal, otras cosas respecto de este destacado asunto.  De este modo, la “solución”, si alguna hubiera, para el exceso legislativo al que me vengo refiriendo, tendrá que deducirse de otras fuentes distintas al legislador; en esta sección he aludido a diferentes resoluciones y sentencias donde la flexibilidad se convierte en el centro organizador de la decisión, con indudable beneficio para la concreta sociedad afectada.

Hay, con todo, una dificultad previa para que no todo se fíe al talante flexible, en su caso, de la Jurisprudencia. Me refiero a la frecuencia con la que la rigidez legislativa impregna a los operadores jurídicos, de modo que, sin necesidad perentoria, terminan éstos en muchas ocasiones por ser más rígidos que la propia norma. Es el caso, no por repetido menos frecuente, de la calificación registral ante el propósito de una sociedad de inscribir determinados acuerdos. No se trata, con todo, de censurar esa conducta, quizá expresiva de un cierto “exceso de celo” por parte de los registradores, en buena medida justificado por el hecho de las propias vicisitudes de la calificación; pero también porque ésta ha de moverse en los parámetros fijados por la normativa aplicable, la cual, como ya se ha dicho, no se caracteriza, en términos generales, por facilitar la adopción extra ordinem de acuerdos por los socios de una sociedad limitada.

Las circunstancias descritas constituyen a mi juicio el principal elemento subyacente a la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 18 de junio de 2020 (BOE de 3 de agosto), de la que quiero ocuparme en el presente commendario. El punto de partida se sitúa en el acuerdo adoptado por la Junta general de una sociedad limitada, convocada a la sazón por el vicepresidente del consejo de administración, al haber renunciado su presidente al cargo con carácter previo a la celebración de la Junta, y celebrad en la ciudad italiana de Ameglia. Entre los acuerdos adoptados se encontraba el relativo a la modificación del art. 2 de los estatutos sociales, correspondiente al objeto de la sociedad.

Presentada la escritura a inscripción, el registrador emitió calificación negativa, por apreciar en la misma un amplio elenco de defectos. Algunos de ellos (la convocatoria de la junta por el vicepresidente, el lugar de su celebración y el acuerdo de modificación del objeto social) fueron recurridos por el notario autorizante de la escritura y la Dirección General estimó los dos primeros, rechazando el tercero.

El hecho, en primer lugar, de que la Junta fuera convocada por el vicepresidente del consejo no supone defecto alguno para el Centro directivo, aunque resultaba evidente, como señaló escuetamente en su nota el registrador, que se oponía a lo establecido al respecto en los estatutos sociales. Según éstos, correspondía al presidente o a dos consejeros, en su caso, la convocatoria del indicado órgano; no obstante, y como ya se ha indicado, el presidente había renunciado al cargo, lo que constaba en el propio Registro mercantil. A la vista, entonces, de la renuncia del presidente, y sin pronunciarse sobre la indicada cláusula estatutaria, se afirma lapidariamente en la resolución que “no existe motivo alguno que impida aceptar la actuación del vicepresidente en su lugar”; y aunque no haya apenas referencias en nuestro Derecho sobre la persona y las competencias del vicepresidente del consejo de administración, “cabe deducir que su función mínima es actuar en sustitución del presidente cuando por causa justificada no pueda hacerlo éste”.

El segundo defecto, como se recordará, venía referido al lugar de celebración de la Junta; ésta se había desarrollado en la ciudad italiana de Ameglia, al amparo de una cláusula de los estatutos sociales en la que se advertía que “la junta podrá reunirse en cualquier lugar de España o del extranjero”. A tal extremo, así como a lo dispuesto en el art. 175 LSC, se acogía el notario recurrente, sin perjuicio de que el registrador tomara a este cuerpo legal como fundamento para su calificación negativa. Del mismo modo que el caso anterior, el Centro directivo estimó el recurso, formulando, sin perjuicio de ello, algunas referencias genéricas sobre el lugar de celebración de las juntas, su significado esencial y su incidencia en el ejercicio de los derechos del socio, en particular, los de asistencia y voto.

Estas reflexiones, con todo, no impidieron a la Dirección General aceptar plenamente lo establecido en los estatutos en términos que no dejan lugar a duda; así, es obligado “respetar el contenido de los estatutos inscritos que fueron calificados en su día y que se encuentran protegidos por el principio de legitimación consagrado en el artículo 20.1 del Código de Comercio”.   Es verdad, no obstante, que “cuando el contenido de los estatutos inscritos es incompatible con la ley como consecuencia de una modificación sobrevenida de ésta, prevalece la aplicación de la norma legal como no puede ser de otro modo”, según se deduce de una notoria línea interpretativa de la Dirección General; esta circunstancia, con todo, no es aplicable en el presente caso por la razón que se acaba de expresar y que, de ignorarse, lesionaría los efectos legitimadores del Registro Mercantil.

No se estimó, en cambio, el tercer motivo del recurso, según el cual la modificación llevada a cabo en el objeto de la sociedad, por ser de escasa trascendencia, no podía considerarse un ejemplo de modificación sustancial, con las consecuencias establecidas al efecto en el art. 346 LSC, en punto, esencialmente, al ejercicio del derecho de separación por parte de los socios disconformes con el correspondiente acuerdo. La razón de este rechazo se deduce de la doctrina establecida al efecto por el Centro directivo que, como es sabido, considera que la actividad es el elemento clave para determinar si la modificación del objeto llegará a tener o no carácter sustancial.

En el caso examinado, el cambio estatutario consistió, de un lado, en añadir al objeto originario de la sociedad, relativo a la “comercialización de embarcaciones y naves deportivas, nuevas o usadas”, la fórmula “de una eslora no inferior a 24 metros”, y en suprimir, de otro, “la intermediación y arrendamiento chárter de embarcaciones”. La comparación del texto inicial con el texto modificado lleva a la Dirección General a rechazar el argumento del recurso, dado que “la restricción de la actividad a determinadas embarcaciones supone una modificación sustancial de la actividad de la empresa con relación a la situación anterior como resulta claro que la supresión de la actividad de intermediación y arrendamiento chárter supone una limitación de las actividades de la sociedad venía realizando”, confirmándose en este punto la nota de calificación del registrador.

No parece dudosa la corrección de la postura del Centro directivo en la resolución examinada ni, del mismo modo, la inadecuación del mecanismo genérico previsto para la formación de la voluntad de los socios en la sociedad de responsabilidad limitada. Una de las consecuencias de este exagerado tratamiento es la de convertir a la Junta, o, quizá mejor, a los requisitos establecidos para su celebración, en una “camisa de fuerza” para muchas sociedades, con los lógicos inconvenientes para el desarrollo de su actividad; al mismo tiempo, fomenta el “exceso de celo” en la calificación de los registradores y, consiguientemente, la interposición de recursos ante la Dirección general, buena parte de los cuales podrían obviarse si se dispusiera de otra orientación de política jurídica en este relevante asunto. No quiero concluir con aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero resulta evidente la neta superioridad de algunos mecanismos clásicos para dar a las sociedades, en particular las de responsabilidad limitada, un cauce idóneo y sencillo para su mejor funcionamiento.

BOE-A-2020-9067