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EL HORIZONTE DEL DERECHO DE SOCIEDADES EN ESPAÑA

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

 

La crisis económica tuvo, entre otros, el efecto de “acelerar” la producción legislativa, ya de por sí intensa en épocas anteriores. Aunque no todo el Derecho promulgado durante esa época, cuya extensión temporal está todavía por determinar, puede ser considerado en sentido estricto “Derecho de la crisis”, buena parte de la normativa mercantil, tomando el término con cierta holgura, se resiente de ciertas urgencias derivadas precisamente de ese cataclismo económico. Este fenómeno se observa también en el Derecho de sociedades, si bien en medida menor que en otras vertientes mercantiles, como acredita, por encima de todas, la legislación concursal. Sí es común, con todo, el hecho de que el Derecho de la crisis, en su mayor parte, mantiene su vigencia en la época presente, cuya calificación como crítica no parece, a mi juicio, del todo afortunada.

Un elenco de circunstancias diversas, en cuyo análisis no es posible entrar ahora, ha tenido como consecuencia, quizá curiosa, la desaceleración normativa en la esfera mercantil y, de manera señalada, en el Derecho de sociedades. No quiere decirse con ello que haya desaparecido por completo la actividad del legislador en nuestro terreno, como muestra, entre otros extremos, la Orden JUS/319/2018, de 21 de marzo, de la que también di noticia en esta misma sección. Es cierto que tal norma no puede considerarse exclusivamente societaria, aunque sea en dicho sector donde produzca buena parte de sus efectos principales. Pero, si se mira bien, habrá que convenir en que nuestra disciplina, en el momento presente, muestra una situación de calma, sin proyectos a la vista que alteren su contenido, y no sólo por lo que se refiere a los aspectos básicos. Bien podría decirse, por ello, que el horizonte societario aparece despejado, sin inquietud alguna para la singladura que desarrollen los sujetos organizados bajo alguna de las formas admitidas entre nosotros.

Quizá sea éste el momento para la reflexión, entendido este término no solamente como la propiedad específica de la doctrina, sino, de manera más amplia, como la posibilidad de dar algunas vueltas mentales alrededor de la disciplina en cuanto tal; no se trataría, por ello, de averiguar si este u otro aspecto de la página web, de la transmisión de participaciones sociales, del deber de lealtad de los administradores o, en fin, del proceso de liquidación, por seleccionar cuestiones heterogéneas, han de ser o no modificados, con arreglo a lo que la práctica pueda mostrar al respecto o en relación con lo que pueda pensarse más conveniente de lege ferenda. Aun siendo dichos planteamientos no sólo convenientes sino, en numerosas ocasiones, necesarios, lo que intento alentar con este commendario, precisamente porque aquí no parece haber “extraordinaria y urgente necesidad”, como dice, según es notorio, nuestra Constitución a propósito de los Decretos-Leyes, es la meditación, serena y objetiva, respecto de los cimientos, y no sólo las habitaciones, del edificio institucional que constituye el Derecho de sociedades.

Para dar carta de naturaleza a esta propuesta, empezaré yo mismo y lo haré, así lo creo, por donde ha de comenzar toda reflexión y, por supuesto, la jurídica: el punto originario de las fuentes del Derecho, no tanto en el detalle de sus respectivos textos (de lo que espero seguir hablando en mejor ocasión), como de la conformación normativa externa de nuestra disciplina, preguntándome si es la adecuada o si, en su defecto, debería modificarse. El todavía reciente ejemplo del aparentemente abandonado Anteproyecto de Código mercantil, a cuya razón de ser sigo prestando adhesión, nos pone sobre la pista de lo que me pregunto, al pronunciarse a favor de lo que, sin mayores problemas, podríamos denominar principio de “concentración legislativa”. Son numerosos los sectores del Derecho mercantil donde, con precedentes o sin ellos, domina en la actualidad su contrario, esto es, el principio de especialidad legislativa, como lo calificó hace tiempo el profesor Gómez Segade a propósito del Derecho de la propiedad industrial.

Como es natural, los puntos de vista pueden ser aquí, con igual legitimidad de partida, perfectamente antagónicos. No debería servir como fundamento al correspondiente criterio, sin embargo, el hecho del “precedente defectuoso”. Para aclarar esta fórmula, me serviré de nuevo del ejemplo que proporciona la ordenación de los bienes inmateriales, materia donde floreció entre nosotros, con escasos efectos positivos, una norma que respondía al principio de concentración, o sea, el llamado Estatuto de la Propiedad Industrial. Los considerables defectos de su contenido, a los que vinieron a sumarse reformas equivocadas e impertinentes, desembocaron, con la preciosa ayuda, seguramente involuntaria, de la Unión europea, en textos legislativos separados para las distintas modalidades de la propiedad industrial.

El caso del Derecho de sociedades es ciertamente otro sin que, de este modo, quepa considerar al Código de comercio, como precedente remoto, un dechado de perfecciones. El traslado de la pretensión regulatoria a textos independientes, ya desde mediados del pasado siglo, evoca con suficiente nitidez la voluntad descodificadora de nuestro legislador, finalmente consolidada, con una cierta dosis de generalidad, por lo que se refiere, claro está, a las sociedades de capital, en la vigente LSC. Que este resultado no terminaba de resultar satisfactorio desde una concepción orgánica y sistemática de las cosas se pone de manifiesto ya en su propia Exposición de motivos. En varias ocasiones he aludido a este singular documento, que seguramente debido a la condición de texto refundido de la LSC, se dedica a reflexionar, tal vez en línea con el modesto propósito que inspira estas líneas, sobre el “bien y el mal” del Derecho de sociedades (de capital), a propósito del tema que, si no es el primero –ese privilegio corresponde a las fuentes-, bien puede considerarse el segundo; me refiero, como resulta evidente para el lector, a la tipología.

El caso es que el preámbulo de la LSC venía a refrendar una vieja aspiración de nuestra disciplina o, quizá mejor, de sus más avezados cultivadores: la consecución de un texto regulador único, ya se refiriera al entero Derecho de sociedades, ya se concentrara en su parte más mollar, es decir, la ordenación de las sociedades de capital. No me detendré aquí en enunciar los diversos intentos, ya iniciados en el pasado siglo, de dar carta de naturaleza a esa pretensión organicista de nuestro legislador en materia societaria, tendente a superar su conocida división estratificada; me limitaré, en cualquier caso, a constatar el paralelismo existente entre tal pretensión y la exposición de motivos de la LSC, que dota a esta última de una imagen singular y seguramente contradictoria con su propia naturaleza.

Son varios los problemas que plantea este texto, sin que todos ellos puedan ser situados en el descomprometido terreno de la reflexión genérica sobre el Derecho de sociedades, como su lectura superficial pudiera sugerir. Con independencia de ese análisis, ignorado y ni siquiera intuido, tal vez, por nuestros autores, me parece conveniente destacar el acierto sustancial que corresponde al documento que nos ocupa a la hora de prefigurar cuál habría de ser el mejor continente normativo  para la disciplina societaria, partiendo de esa paradójica “voluntad de provisionalidad” que allí mismo se atribuía a la recién aprobada LSC. De ahí  surgió el principal elemento legitimador de la ya inminente Propuesta de Código Mercantil, cuyo contenido, en aspectos esenciales de nuestra disciplina, fue objeto de particular acomodación a los propósitos del documento elaborado por la Comisión de expertos designada al efecto, del que se dedujo, como es sabido, la reforma de la LSC llevada a cabo por la Ley 31/2014.

Así que, para terminar, diré que los años de la crisis no han quitado fuerza al criterio de la “concentración legislativa” en lo relativo a la ordenación del Derecho de sociedades. Y, es más, el tiempo transcurrido desde entonces, tamizado por la singularidad del Derecho de la crisis, no ha hecho sino aumentar la conveniencia de afrontar ese tratamiento conjunto para una disciplina, como la nuestra, que sufre en numerosos aspectos, los problemas derivados de la fragmentación, que no especialidad, de las fuentes aplicables. Ojalá la calma del momento presente por lo que a nuestra materia se refiere permita profundizar en la reflexión que estas modestas líneas han intentado poner de manifiesto.