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SOBRE LA COMUNICACIÓN DEL CONFLICTO DE INTERESES

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Como es bien sabido, la moderna temática de los deberes de los administradores adquirió entre nosotros carta de naturaleza a través, sobre todo, de la reforma llevada a cabo por la Ley de Transparencia, de 2003. Frente a la situación anterior, en la que la cláusula general de diligencia “absorbía” en su sintética formulación la amplia casuística derivada de la posición y conducta de los administradores, la mencionada reforma optó por un criterio diverso, con una precisa tipificación de los concretos deberes que les incumbían. Por su parte, la Ley 31/2014 no ha hecho sino ahondar en este planteamiento, al margen ahora de las concretas modificaciones introducidas en el texto de la LSC. Lo cierto es que nuestro Derecho de sociedades de capital, siguiendo la orientación predominante en el panorama comparado, sitúa a los administradores en el centro del universo societario, sin perjuicio de las facultades de control otorgadas a los socios, gracias, en particular, a la ampliación de competencias propias de la Junta.

Esa posición central de los administradores trae consigo su sometimiento a un estatuto riguroso donde los deberes de diligencia y lealtad constituyen la medida idónea para apreciar si su comportamiento responde o no a la trascendental misión que les corresponde como órgano de la sociedad. Es cierto, con todo, que por diversos caminos (discrecionalidad empresarial, dispensa del deber de lealtad, básicamente) se abre la posibilidad no tanto de “relajar” su exigente estatuto jurídico, sino, más bien, de facilitar su actividad concreta, así como la seguridad de su posición. Si la defensa y promoción del interés social resulta una exigencia inaplazable para el administrador, es cierto también que la variada y compleja realidad en la que se desarrolla su actuación obliga a matizar su alcance; no se trata de fomentar aventuras alocadas, gracias, por ejemplo, a una visión excesivamente laxa de la discrecionalidad empresarial, pero tampoco se debe amparar la aversión inmoderada al riesgo, de modo que se alejen de la sociedad relevantes oportunidades de negocio.

A la hora de calibrar esa tensión entre extremos no fácilmente conciliables, no puede ignorarse la relativa frecuencia con la que el administrador social se encuentra en situación de conflicto, de modo que sus particulares aspiraciones puedan oponerse al interés social, magnitud vinculante para él, como, con dicción no del todo afortunada, señala el art. 229 LSC. No resulta difícil, de entrada, mostrar el camino de lo que en tal caso haya de hacerse, dada la claridad sustancial de los principios que informan el contenido del deber de lealtad y que sitúan al interés de la sociedad por encima de cualquier otra consideración al respecto.

Precisamente para que esa superioridad se convierta en algo efectivo, más allá de una vacía retórica, es por lo que nuestro Derecho, desde la mencionada Ley de Transparencia, ha establecido mecanismos de diverso signo para la superación del conflicto en beneficio del interés social. El núcleo fundamental de tales mecanismos consiste en que el administrador se abstenga de toda conducta mediante la cual se “active” el conflicto, quedando, como consecuencia, postergado, o directamente perjudicado, el interés social. Pero una regulación que se limitara a contemplar un determinado problema sólo o en relación directa con el “momento de la verdad” de su manifestación pecaría de inconveniente al fiar a ese preciso momento la resolución del mismo; y ello, con independencia, incluso, de si se acertaba con el tratamiento propuesto. Se entiende, de este modo, que ya desde la Ley de Transparencia se haya impuesto entre nosotros la necesidad de que el administrador en situación, real o incluso potencial de conflicto, ponga tal extremo en conocimiento del órgano de administración o, en su caso, de la Junta, a fin de que se adopten las medidas que pueda resultar más adecuadas (cfr. at. 229, 3º LSC).

Interesa destacar este requisito, de orden no sólo procedimental, a propósito de la sentencia 222/2016, de 7 de abril, del Tribunal Supremo. El fallo, del que ha sido ponente el magistrado Rafael Sarazá Jimena, se ocupa de la mencionada comunicación, en el marco de un litigio, cuyos datos fácticos impregnan su entero contenido, dejando poco espacio para los oportunos razonamientos en la materia. Interesa destacar, sobre todo, que la sentencia asume sin ninguna duda que el aval prestado a la sociedad por uno de sus socios, a la vez miembro del consejo de administración, planteaba justamente una situación de conflicto de intereses para el avalista, como consecuencia de su propósito de ejercer la acción de reembolso contra la sociedad deudora. Junto con este presupuesto, indudablemente acertado, a nuestro juicio, también se afirma en el fallo la adecuada observancia del deber de comunicación del conflicto, que incumbe a todo administrador, al haber informado de dicho extremo el administrador-avalista a otro miembro del consejo. Y, por último, se concluye que, además de correcta, dicha comunicación se efectuó de manera tempestiva, “pues se realizó en un momento tal que posibilitó la defensa de los intereses de la sociedad”.

Con independencia de las modificaciones experimentadas por la LSC, tras la reforma de 2014, en los preceptos de pertinente aplicación al caso de autos, y que son puntualmente recogidas en la sentencia, se echa en falta en ella alguna reflexión de mayor hondura sobre la comunicación del conflicto de intereses. Esa mayor reflexión hubiera permitido, además, excluir sin problemas algunas críticas que, con base en argumentos formalistas, podrían poner en duda la exactitud de su cumplimiento en el supuesto enjuiciado. Al fin y al cabo, la existencia del conflicto no se comunicó, propiamente, al órgano de administración, sino a uno de sus miembros, el cual, además, se personó en el pleito en nombre de la sociedad deudora. Con todo, se adivina en el fallo una orientación flexible y realista, dirigida a buscar la auténtica significación de los hechos acaecidos, a la vista de que en ellos no parece haber concurrido intención dolosa o culposa alguna. Por tanto, la valoración ha de ser positiva, a la espera de una próxima ocasión en la que el alto Tribunal pueda volver a pronunciarse sobre cuestiones semejantes.

José Miguel Embid Irujo