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EL LEAL ANTEPROYECTO

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

 

“Reforma” y “adaptación” son dos términos que, formulados conjuntamente, recordarán a los mercantilistas veteranos una etapa intensa y fructífera en lo que atañe a la renovación de la disciplina por ellos cultivada y, de manera más concreta, al ámbito específico del Derecho de sociedades. Y es que, si se quiere, todo comenzó con una larga ley dotada de un título igualmente largo donde los “términos técnicos”, por lo que a la política jurídica y legislativa se refería, eran los dos vocablos con los que se inicia el presente commendario. La incorporación de España a la Unión europea suponía, claro está, el deber inexorable de transponer las directivas comunitarias entonces vigentes, con especial incidencia en el Derecho de sociedades de capital; al no haberse establecido las cautelas que la prudentia iuris aconsejaba en aquel momento, esa transposición traía consigo un arduo trabajo de revisión del propio ordenamiento nacional, más allá, por supuesto, de las específicas normas referidas a las sociedades de tal naturaleza, sobre todo la anónima.

Bajo el manto de la “adaptación”, quedó entonces fijado el sentido de la tarea que había de asumir en tiempo nada largo el legislador nacional. Pero la euforia desatada –me atrevo a decir- en todo el país por nuestra inserción en el mundo europeo, durante tanto tiempo lejano a la vez que anhelado, permitió afrontar la necesaria renovación del Derecho mercantil, al margen de lo que implicaba, como obligación inmediata, la acomodación de nuestras leyes a las directivas europeas en vigor. Esto era, en esencia, la “reforma”, palabra tantas veces asociada en épocas pasadas a un sentimiento de frustración, cuya hora parecía haber llegado definitivamente.

Descrito así el par de nociones que nos ocupan en el día de hoy, es notorio que quedaría por recorrer todavía un largo camino para conseguir su más precisa etopeya. Y, sí, bien podría decirse, en esa tarea todavía no lograda, que la adaptación parece labor de menor fuste que la reforma, pues, al fin y al cabo, se parte de una base firme cuya transposición al ordenamiento del Estado miembro, aun revestida en ocasiones de difíciles averiguaciones, reduce el alcance creativo de la labor encomendada al legislador nacional. No es este el caso, en cambio, de la reforma, ya que, por su propia naturaleza, lo único seguro es, precisamente, la regulación que se quiere modificar. Los ejemplos del Derecho comparado o las sugerencias doctrinales, entre otros extremos, no aminoran la dificultad inherente a todo propósito reformista, sino que, si se mira bien, contribuyen a aumentarla, por la congénita necesidad de decidir, con el riesgo inmediato del acierto o del error.

Se entiende, por ello, la frecuencia con la que numerosos procesos de reforma legislativa, incluidos, por supuesto, algunos dotados del mayor rigor, a la vez que de notable coherencia, terminan en sonoros fracasos, dejando a la comunidad jurídica dividida, cuando no radicalmente enfrentada. No sucede, no puede suceder lo mismo, en cambio, en los casos de mera adaptación, situándose el riesgo, a lo más, en el retraso culpable del Estado miembro y la consiguiente sanción que los órganos competentes le impongan. No quiero, por supuesto, minimizar el alcance o la trascendencia de dicha sanción, sobre todo en una época que ha hecho de la reputación, también empresarial, uno de los mayores activos con los que se puede contar en el mundo hiperconectado y vigilante de nuestros días.

En cualquier caso, y dejando ahora la compleja tarea de caracterizar a la adaptación y la reforma, como, tal vez, “tipos ideales”, me parece interesante destacar su pervivencia en muy diferentes ámbitos de la renovación legislativa de nuestro país en las últimas décadas; entre ellos destaca, y en qué gran medida, el Derecho de sociedades, como consecuencia inevitable de su importancia en la actividad normativa de la Unión europea, por un lado, y de su trascendental relieve para encarrilar de la mejor manera posible la vicisitudes de la actividad empresarial en el mercado, por otro. Y así, superadas las urgencias de los primeros tiempos de pertenencia a la Unión, se observa, como elemento constante, que las diversas modificaciones legislativas llevadas a cabo en el terreno societario han solido tener como rasgos distintivos las dos nociones que ahora nos ocupan. Son muchos los ejemplos que podrían aducirse, pero bastará, seguramente, con aludir a la todavía reciente Ley 11/2018, de 28 de diciembre, también glosada en esta sección, donde, con alcance y significado obviamente distintos, se producía la recepción de una directiva europea sobre información no financiera en nuestro ordenamiento y, a la vez, se daba cauce a una nueva reforma del Derecho español de sociedades de capital.

Fiel heredero de esta tradición es un nuevo Anteproyecto, no demasiado extenso, pero dotado también, en la línea del “texto fundacional” de hace tres décadas, de un largo título (“Anteproyecto de ley por la que se modifica el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y otras normas financieras, para adaptarlas a la Directiva (UE) 2017/828 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 17 de mayo de 2017, por la que se modifica la Directiva 2007/36/CE en lo que respecta al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas”).

El texto es muy reciente, del pasado mes de mayo, más concretamente, y proviene del Ministerio de Economía y Empresa, dando continuidad, por otra parte, a una tendencia consolidada cuando de reformar el Derecho de sociedades se trata. Podría aducirse, para justificar el protagonismo de dicha instancia ministerial, que oscurece, desde luego, el papel del Ministerio de Justicia, el hecho de que la reforma vaya más allá del Derecho de sociedades para internarse en los vericuetos del Derecho del Mercado Financiero. Pero aunque así no fuera es lo cierto que el ámbito societario afectado por la reforma se restringe de manera notoria a la sociedad cotizada, cuya especialización tipológica, asociada, claro está, a su condición de relevante sujeto del mercado, no ha hecho sino distanciarla de las restantes sociedades mercantiles. Si estas últimas han pasado a ser las “parientes pobres” de nuestra disciplina, es cuestión que por la intensidad del calificativo usado ha de quedar marginada de este commendario.

En cualquier caso, la normativa correspondiente a la sociedad cotizada, además de gozar de prioridad en la consideración del legislador, vuelve a tomar el testigo, una vez más, de la renovación del Derecho de sociedades. Ha sucedido ya en varias ocasiones, siendo la más relevante, tal vez, la derivada de la Ley 31/2014, con la extensión a todas las sociedades de capital de un buen número de criterios surgidos en el ámbito específico de aquella modalidad. Y es que la sociedad cotizada había sido ya “canonizada” por el legislador en la exposición de motivos de la LSC, en el marco de una concepción dual de nuestra disciplina. Es verdad, con todo, que el programa regulador inherente a aquella relevante declaración no ha sido llevado a efecto con el detalle requerido; asistimos, así, a modificaciones paulatinas de la disciplina societaria, siempre gracias al impulso derivado del Derecho de la Unión europea, al que se une, por lo común de manera tardía de manera precipitada y con intensidad siempre variable, la reforma de alcance puramente nacional.

Y aunque el anteproyecto en cuestión está dedicado en su mayor parte a dar acogida a lo dispuesto en la Directiva 2017/828, lo que supone privilegiar la vertiente propia de la “adaptación”, hay también elementos reformistas de considerable interés. Si en el primer aspecto hay que aludir a la política de transparencia de diversos sujetos (inversores institucionales, gestores de activos y asesores de voto), a los mecanismos de identificación de los accionistas, al régimen de los asesores de votos, al say on pay o, finalmente, a las operaciones con partes vinculadas, el segundo comprende un tema de tanta actualidad como la expresa admisión de las “acciones de lealtad”, dotadas de un voto adicional, materia que, como ponen de manifiesto algunos ejemplos previos de regulación (en Francia y en Italia), tiene como objetivo evitar que las pretensiones del  corto plazo condicionen indebidamente la gestión de la empresa.

Si esta última modificación es de por sí significativa, no conviene olvidar que entre los propósitos reformistas se encuentra también un cambio trascendente por lo que se refiere al estatuto de los administradores de la sociedad cotizada. Frente a nuestra tradición más acendrada, se pretende restringir ahora a las personas naturales la susceptibilidad de adquirir tal condición orgánica, eliminando de un plumazo a las personas jurídicas por aparentes razones “de transparencia y buen gobierno corporativo”. Mucho podría decirse de esta justificación y, por consiguiente, del cambio legislativo que con ella se pretende conseguir, pero, por obvias razones de economía expositiva, la cuestión ha de quedar, no obstante, meramente apuntada.

Con independencia, por tanto, de lo que pueda pensarse sobre las múltiples reformas que trae consigo el Anteproyecto, ha de reiterarse su condición de fiel sucesor de la tendencia que, en la evolución del Derecho español de sociedades, combina en medida diversa la adaptación a la normativa europea con la reforma del propio ordenamiento. No estoy seguro de que sea ésta la mejor política jurídica, salvando, por supuesto, la necesidad perentoria de traer a nuestro Derecho lo que la pertenencia de España a la Unión europea exige de manera indeclinable. Tampoco estoy convencido de que la “obsesión” con la sociedad cotizada o, dicho de otra manera, el hecho de vincular la renovación normativa, tipológica y técnica, de manera predominante, con dicha figura sea el planteamiento más adecuado para dar a nuestro Derecho de sociedades su mejor configuración posible. Y ello a pesar de que, con llamativo autobombo, el preámbulo del Anteproyecto advierte de que el modelo español de gobierno corporativo en el ámbito de las sociedades cotizadas “es, a día de hoy, uno de los más reconocidos a nivel internacional”.

No entraré a comentar la facundia del legislador, pues ese es un asunto que pertenece a otro negociado. Sí procede destacar, en cambio, la importancia del Anteproyecto, cuyo contenido ha de analizarse cuidadosamente, con vistas a su previsible tramitación parlamentaria, siempre que las circunstancias propias de la política nacional lo permitan y hagan factible una regular navegación institucional. No es imposible, con todo, que esas mismas circunstancias alteren el consuetudinario curso de las cosas y conduzcan al fiel Anteproyecto a un escenario que, de acuerdo con la tradición grecolatina, tenga en un lado a Escila y en el otro a Caribdis. Mientras tanto, en vez de hablar del Gobierno, hablaré de alguno de los apartados del Anteproyecto y remito al lector, igualmente fiel, a un próximo commendario sobre las, así llamadas, “acciones de lealtad”.

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