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LAS COMPETENCIAS DE LA JUNTA GENERAL DE LA SOCIEDAD COTIZADA

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

El proyecto de ley para la mejora del gobierno corporativo ha dedicado considerable atención al régimen de la Junta general, con cambios significativos a propósito de un tema tan relevante como es la impugnación de sus acuerdos. Pero, al margen de este y otros asuntos, es seguramente la competencia de la Junta una de las materias más destacadas dentro de las novedades que el proyecto de ley contiene sobre dicho órgano. En este sentido, se modifica el art. 160 LSC para incluir, al margen de otros matices, un punto específico (el f) sobre “la adquisición, la enajenación o la aportación a otra sociedad de activos esenciales”, entendiéndose por tales aquellos en los que “el importe de la operación supere el veinticinco por ciento del valor de los activos que figuren en el último balance aprobado”. Si en la práctica se había planteado la posibilidad de que la Junta disfrutara de una “competencia no escrita” sobre tan importantes asuntos, al modo del Derecho alemán desde el caso Holzmüller (1982), ahora se resuelve la cuestión con un criterio que, desde nuestro punto de vista, puede considerarse acertado

No ha debido parecer suficiente al legislador este cambio, aplicable, una vez aprobado el proyecto, a todas las sociedades de capital, puesto que en sede de sociedades cotizadas se ha introducido un nuevo precepto (el art. 511 bis), en el cual se han añadido algunas competencias más a la Junta general, llamadas, por eso, “adicionales”. Son tres las nuevas competencias, dos de las cuales –en las que aquí no entraremos- se refieren a “las operaciones cuyo efecto sea equivalente al de la liquidación de la sociedad” y “la política de remuneraciones de los consejeros en los términos establecidos en esta ley”. Interesa más, a los efectos de este commendario, aludir a la competencia de la Junta general de la sociedad cotizada sobre “la transferencia a entidades dependientes de actividades esenciales desarrolladas hasta ese momento por la propia sociedad, aunque esta mantenga el pleno dominio de aquellas”. Se completa este enunciado en el párrafo segundo del precepto cuando indica que “se presumirá el carácter esencial de las actividades y de los activos operativos cuando el volumen de la operación supere el veinticinco por ciento del total de activos del balance”.

Un elemental cotejo pone de manifiesto en seguida las considerables similitudes entre la norma general y la norma especial, lo que obliga a preguntarse, de entrada, el porqué de esa aparente repetición a propósito de la sociedad cotizada. Resulta indudable que gran parte de las operaciones a las que se refiere el art. 511 bis están ya subsumidas en el art. 160 f), por lo que, en principio, aquélla no añadiría, no obstante su advertido carácter “adicional”, demasiadas cosas a ésta. Con todo, cabe observar dos diferencias entre ambos textos que merecen algo de atención, entre las que no ha de incluirse la voz “transferencia”, para designar comprensivamente las operaciones necesitadas de autorización por la Junta general de la sociedad cotizada. Dicho término, único por otra parte en esta sede, no significa nada diferente, a nuestro juicio, de las palabras “enajenación” o “aportación”, utilizadas por el art. 160 f)

La primera de las diferencias se refiere a la denominación empleada a propósito de la Junta general de la sociedad cotizada para designar al sujeto destinatario de la transferencia; se habla, en tal sentido, de “entidades dependientes”, cuando el art. 160  f) utiliza el término “sociedad”. Sin entrar ahora en un debate estrictamente conceptual, cada vez más necesario, por cierto, en nuestro Derecho de sociedades, parece indudable que, de un lado, se ha querido ampliar el elenco de sujetos/personas jurídicas afectados por la norma, dado que “entidad” es, a todas luces, un término de mayor extensión que “sociedad”. Pero, de otro, se ha producido un fenómeno inverso, pues “dependiente” es un calificativo –sin parangón alguno en el art. 160 f)- que restringe, sin duda, el campo funcional de aplicación del precepto. Podría decirse, incluso, que es a propósito de la sociedad cotizada donde se ha acogido con mayor fidelidad la ya indicada doctrina sentada por los tribunales alemanes en la famosa sentencia Holzmüller, la cual ha sido continuada, no sin oscilaciones relevantes, hasta nuestros días; y es que dicha doctrina ha surgido en el ámbito de los grupos de empresas, en el que, aparentemente, quiere situar el proyecto la competencia adicional de la Junta de una sociedad cotizada a la que venimos haciendo referencia. Confirma este criterio el inciso final de la fórmula utilizada por el legislador, cuando viene a decirnos que la Junta general será competente para la transferencia de las actividades esenciales, aunque la propia sociedad cotizada “mantenga el pleno dominio” de las mismas. Mejor hubiera sido, dicho sea de paso, utilizar el término “control”, más nítido a propósito de una situación de grupo, que el de “dominio”, de mayor equivocidad en este contexto.

La segunda de las diferencias se refiere al uso del término “actividades”, como objeto de la transferencia hecha por una sociedad cotizada, frente a la voz “activos”, única empleada en el art. 160, f), sin perjuicio de que, en ambas normas y para las dos palabras, se añada de inmediato el calificativo “esenciales”. Bien es verdad, no obstante, que a la hora de definir lo que haya de entenderse por este último término, se recurre en sede de cotizadas a la palabra “activos”. No parece dudoso afirmar que “actividad” y “activo” son términos con diferente significado, y la indudable singularidad de cada uno no puede haber pasado desapercibida para el legislador. Cabe pensar, entonces, que a propósito de las cotizadas el asunto sometido a la competencia de la Junta general se acercaría o se equipararía, según se mire, al supuesto de la transmisión de una empresa; en cambio, cuando nos encontremos ante una sociedad no cotizada, la competencia de la Junta general, a la que se refiere el art. 160, f), sólo contemplaría, propiamente, la enajenación o aportación de un bien o un conjunto de bienes, todo lo relevantes que se quiera, sin que por sí mismos o entre todos ellos llegasen a integrar el soporte instrumental y técnico de una actividad de empresa.

Esta interpretación, con todo, no resulta fácil de sostener, a la vista de que, en ambos casos, el legislador termina definiendo la “esencialidad” de lo transmitido o enajenado con el mismo criterio. Si unimos a tal paradoja la aparente identidad sustancial de los negocios transmisores de actividades y activos, por ser idéntico, según se ha dicho, el significado de los términos utilizados por el legislador en los arts. 160 f) y 511 bis, no queda otra diferencia entre los dos preceptos que la delimitación del accipiens, ya que su carácter dependiente de la sociedad transmisora, al que alude el segundo precepto, sólo especifica una cualidad que, por otra parte, no será  difícil de subsumir, con hermenéutica elemental, en el primero. Siendo de mayor amplitud el término “entidad”, utilizado a propósito de la sociedad cotizada, queda por precisar qué otras figuras vaya a incluir, además de todas las que puedan calificarse como “sociedad”, único supuesto mencionado por el art. 160 f). No parece dudoso que hayan de tomarse en cuenta personas jurídicas como las asociaciones y las fundaciones, siempre que admitamos, claro está, que ambas pueden ser, en sentido jurídico, “dependientes” de una sociedad cotizada. Más dudoso es todavía pensar que sean frecuentes las transferencias de actividades de una sociedad cotizada a la fundación por ella constituida para promover su mejor imagen en la realidad social. ¿Para este viaje hacían falta tales alforjas?

 

José Miguel Embid Irujo