esen

AUTOCONTRATACIÓN, CONFLICTO DE INTERESES Y DISPENSA DEL DEBER DE LEALTAD

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Una de las cuestiones más relevantes que ha traído consigo la modificación de la LSC por la Ley 31/2014 se refiere al tratamiento de los conflictos de intereses que puedan afectar tanto a los socios como a los administradores. De ambos supuestos se ha dado cuenta en El Rincón de Commenda, poniendo de manifiesto la extraordinaria importancia que para el funcionamiento de la sociedad tienen. Si se mira bien, con todo, es el conflicto relativo a los administradores el que puede resultar más problemático, como consecuencia, desde luego, de su pertenencia a un órgano de la sociedad que encuentra su razón de ser en la defensa y promoción del interés social. Además, el carácter permanente de su actividad con dicho fin puede plantear numerosas situaciones en las que los propios intereses del administrador, así como los de las personas o entidades vinculadas con él por lazos afectivos, familiares o profesionales entren en colisión con el interés de la sociedad. Se abre, así, una situación difícil, en la que la cuidadosa valoración de las circunstancias concretas no ha de impedir la atención prioritaria al interés social.

Tal criterio se deduce con toda evidencia de la mencionada reforma, como consecuencia de la amplia y detallada regulación que en ella se establece del deber de lealtad de los administradores. Con todo, también se ha modificado el régimen de su dispensa, de acuerdo con lo que se dispone en el art. 230, 2 LSC. De este modo, al lado de la Junta también el propio órgano administrativo será competente a tal efecto, si bien las cautelas contenidas en dicho precepto permiten presumir que su ejercicio no termine siendo perjudicial para la propia sociedad.  No han faltado, sin embargo, opiniones singulares, susceptibles de relativizar lo que, en una recta interpretación de la norma, parece deducirse de ella. Y es bueno, en tal sentido, glosar ahora la resolución de 28 de abril de 2015 de la Dirección General de los Registros y del Notariado (BOE de 1 de junio), dictada a propósito del otorgamiento por los administradores solidarios de una sociedad limitada de un poder general mercantil a favor de una persona física. A la hora de delimitar el contenido del poder, una cláusula de la escritura señalaba lo siguiente: “c) Autocontrato: Las facultades conferidas podrán ejercitarse aun cuando aparezca la figura jurídica de la autocontratación o exista conflicto de intereses”. Tras la calificación negativa del registrador, el notario autorizante de la escritura interpuso recurso que el Centro Directivo  desestima confirmando aquélla.

Discurre la Dirección General sobre las características de la representación voluntaria y, dentro de ella, sobre la admisibilidad de la autocontratación, concluyendo que entre nosotros se admite la actuación de un apoderado en conflicto de intereses. Con cita minuciosa de sentencias judiciales, resoluciones del Centro directivo, y alusión al parecer de la doctrina, se analiza el régimen riguroso que circunda a la figura objeto de estudio, el cual “no se debe a obstáculos conceptuales o de carácter dogmático…sino a razones materiales de protección de los intereses en juego”; se entiende, por ello, que el ordenamiento jurídico trate de garantizar “que la actuación de los gestores de bienes y negocios ajenos se guíe exclusivamente por la consideración de los intereses del principal…sin interferencia de los propios del gestor”, tal y como se refleja en numerosos preceptos de nuestro Derecho privado. Por ello, se afirma con rotundidad en la resolución, con palabras, incluso, de varias sentencias judiciales, que “el apoderado sólo puede autocontratar válida y eficazmente cuando esté autorizado para ello por su principal o cuando por la estructura objetiva o la concreta configuración del negocio, quede manifiestamente excluida la colisión de intereses que ponga en riesgo la imparcialidad o rectitud del autocontrato”.

Este modo de razonar es igualmente pertinente en el terreno societario, cuando un administrador confiera poder a un tercero en nombre de su principal persona jurídica por cuya cuenta actúe. En este sentido, del mismo modo que el administrador “tiene vedado actuar cuando se encuentra en situación de conflicto de intereses, no puede atribuir a otro la posibilidad genérica de hacerlo, pues sólo el principal, la sociedad cuya voluntad expresa la junta de socios, puede hacerlo”. Adviértase, por ello, que en situación de conflicto la cuestión no es la relativa a la suficiencia, en su caso, del poder; se trata, más bien, de inexistencia de poder de representación para actuar en un caso concreto. Sólo la Junta, concluye en este punto el Centro directivo, podrá conferirlo, ya previamente, ya con posterioridad a la actuación de la persona en conflicto, por lo que el recurso interpuesto ha de ser desestimado.

Hay que aplaudir, sin reserva alguna, este resultado, del mismo modo que merece tenerse en cuenta la última parte de la resolución donde la DGRN analiza la posible alteración de esta doctrina por lo dispuesto en el art. 230, 2, LSC, tal y como en su recurso había indicado el notario autorizante. La referencia a dicho precepto, con todo, resulta llamativa, dado que en el caso considerado no se trata, propiamente, de dispensar al administrador social de una de las obligaciones que le incumben como consecuencia de su deber de lealtad; más bien, el sujeto al que se pretendía dispensar era un tercero, al que se concedía un poder general en los términos conocidos. Y ello con independencia de que dicho sujeto fuera una “persona vinculada” con el administrador (art. 230, 2, 1º LSC).

Al margen de este extremo y de que la norma citada no estaba en vigor cuando se autorizó la correspondiente escritura, es importante señalar el rechazo categórico de la DGRN a la posibilidad de que el órgano administrativo otorgue dispensa general a cualquier situación de conflicto que se produzca entre los intereses del principal (la sociedad) y el apoderado representante. Tal criterio se funda en una cuidadosa intelección del art. 230 LSC, interpretado en su conjunto, tanto si la dispensa la concede la Junta general, como si compete al órgano administrativo. En todas las ocasiones, “la dispensa debe ser singular, para casos concretos y adoptando las medidas que permitan salvaguardar los intereses de la sociedad”. Nada hay que objetar a esta interpretación avant la lettre de un precepto llamado a tener un relevante protagonismo en el moderno Derecho de sociedades de capital, más allá, tal vez, del ámbito subjetivo correspondiente a los administradores.