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¿HACIA UN DERECHO JUDICIAL DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES?

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

La sentencia nº 695/2015, de 11 de diciembre, del Tribunal Supremo (sala de lo civil) merece por diversas razones la atención de los muchos interesados en la ordenación jurídica de los grupos de sociedades. Ello se debe a que dicho fallo (del que ha sido ponente el magistrado Rafael Sarazá Jimena) se refiere esencial y extensamente a esta singular forma de empresa, tomando en cuenta algunas de las nociones básicas elaboradas trabajosamente por la doctrina para su adecuada comprensión. No se trata, desde luego, de una sentencia aislada sobre los grupos, a la vista de la relativa frecuencia con la que en los últimos años, y al calor de la crisis económica, hemos asistido a una intensa actividad judicial al respecto. En buena medida, esa amplia intervención de los tribunales se ha derivado de la situación de insolvencia de una o varias sociedades integradas en un grupo; ese “sesgo concursal”, del que aquí me he hecho eco en alguna ocasión, ha condicionado ciertamente el contenido de las sentencias, muchas de las cuales, con todo, se han visto obligadas a centrarse en el problema, perenne y perentorio, del concepto del grupo, sin cuya adecuada resolución cualquier tentativa de ordenar dicha figura desde el punto de vista jurídico se ve aquejada de muy serios inconvenientes.

En el caso que nos ocupa, sin embargo, nos encontramos ante una sentencia sobre los grupos “estrictamente societaria”, circunstancia no insólita pero sí poco frecuente entre nosotros. Con dicha fórmula, sin duda mejorable, me refiero a que no ha sido el concurso el centro organizador del fallo, sino que este se ha situado en el núcleo duro, por decirlo de algún modo, del Derecho de los grupos de sociedades. No quiero decir con ello, naturalmente, que las múltiples vertientes jurídicas sobre las que se proyecta el fenómeno empresarial del grupo carezcan de relieve o que lo tengan, en su caso, sólo subordinado respecto de la societaria. Ahí está para comprobarlo la relevante y duradera experiencia jurídico-laboral de nuestra figura, derivada de una intensa intervención judicial que abarca, al menos, cuatro décadas. Es conocida, en tal sentido, la construcción de una jurisprudencia “de indicios”, sobre cuya base, y con destacados matices de imposible tratamiento en estas líneas, se ha conseguido formular un amplio elenco de principios y reglas respecto de los grupos en el ámbito del Derecho del Trabajo.

No obstante, esa misma jurisprudencia y los muchos autores que se han ocupado doctrinalmente de nuestra figura ponen de relieve, con distinto alcance, la necesidad de contar con la perspectiva propia del Derecho de sociedades, por ser en este ámbito donde el grupo se “construye”, valga la expresión, como institución jurídica.  Por ser entonces una figura sustancialmente unitaria, la idea de trazar tantos regímenes cuantos sean los sectores del ordenamiento sobre los que incida el grupo parece del todo inadecuada; pero también lo es el hecho de buscar, más allá de sus perfiles organizativos, principios diversos para su tratamiento, según sea el sector del Derecho en el que debamos operar. Estas ideas, sobre las que he tenido ocasión de pronunciarme en numerosas intervenciones, me parecen idóneas para comprender el valor de la sentencia objeto del presente commendario; en ella, el alto tribunal se ocupa de la resolución de un problema específico poniendo en juego algunas nociones esenciales, como la relativa al “interés del grupo”, de necesaria consideración, por muy diversas razones, en todos los conflictos derivados de la formación y el funcionamiento de un grupo.

Siendo relativamente complejo el supuesto de hecho al que se refiere la sentencia, bastará con decir que su temática esencial se contrae a determinar la corrección, en su caso, de la conducta de un administrador de la sociedad integrada en un grupo. Como consecuencia de diversas circunstancias, dicha sociedad, hasta ese momento próspera y con una saneada cuenta de resultados, se vio obligada a ceder su clientela a una nueva sociedad constituida en el seno del grupo, lo que le ocasionó de inmediato pérdidas de consideración que la abocaron a una situación de práctica insolvencia. Si el juez de lo mercantil, en la sentencia que inicia el largo procedimiento concluido con el fallo del Supremo, se decantó por  la idea del grupo como organización, dando primacía a su interés frente a los daños derivados para socios externos y acreedores de la filial, la Audiencia asume el punto de vista protector –no sin la emisión de un voto particular en el sentido indicado-, que será confirmado íntegramente por el Supremo.

Para el alto tribunal, el administrador de una sociedad está obligado por su deber de lealtad a “anteponer siempre el interés de la sociedad…al interés particular del propio administrador o de terceros”, incluyendo en este último ámbito el interés de otras sociedades del grupo o el propio interés del grupo. Este último, en particular, “no justifica, sin más, el daño que sufre una sociedad filial y que puede repercutir negativamente tanto en sus socios externos…como en sus acreedores”. El hecho de que, entonces, la sociedad forme parte de un grupo –como sucede en el caso de autos- no trae consigo la pérdida total de su autonomía, lo que se refleja en la existencia y mantenimiento del interés social propio de dicha persona jurídica, “matizado por el interés del grupo y coordinado con el mismo, pero no diluido en él hasta el punto de desaparecer y justificar cualquier actuación dañosa para la sociedad por el mero hecho de que favorezca al grupo en que está integrado”. De este modo, el administrador de la filial cuyo comportamiento, ordenado por la dirección del grupo, le ha causado un daño, “no queda liberado de responsabilidad” ni puede escudarse en las instrucciones recibidas de la dirección unitaria del grupo a que pertenece la sociedad que administra”.

Planteadas las cosas en estos términos, podría pensarse que el Tribunal Supremo deja poco espacio al funcionamiento del grupo, como consecuencia del relieve concedido al interés social de sus sociedades filiales. Se trata, no obstante, de una impresión inexacta, ya que en los siguientes párrafos, el alto tribunal asume la necesidad de buscar un equilibrio razonable entre el interés del grupo y el interés social “que haga posible el funcionamiento eficiente y flexible de la unidad empresarial que supone el grupo de sociedades, pero impida a su vez el expolio de las sociedades filiales y la postergación innecesaria de su interés social, de manera que se proteja a los socios externos y a los acreedores de cualquier tipo, públicos, comerciales o laborales”. Este enunciado, que evoca la “filosofía” subyacente a la regulación de los grupos en un país tan destacado en la materia como Alemania, se quiere llevar a la práctica mediante la admisión de la doctrina de las ventajas compensatorias, sobre cuyo carácter y operatividad se extiende con acierto la sentencia. En tal sentido, dichas ventajas pueden ser previas, simultáneas o posteriores al acto susceptible de producir daño a la sociedad, y, en todo caso, han de ser verificables, “sin que sean suficientes meras hipótesis, invocaciones retóricas a <<sinergias>> o a otras ventajas faltas de la necesaria concreción”; por último, “han de tener un valor económico y guardar proporción con el daño sufrido por la sociedad filial”, resultando debidamente justificadas. Todo ello, además, con la necesidad de preservar la existencia de la sociedad filial, como “límite último al interés del grupo”.

La sentencia merece un análisis mucho más detallado de lo que se puede hacer en un mero commendario, Pero era oportuno referirse a ella en esta sede para mostrar su indudable interés, así como para destacar el relieve de los argumentos utilizados que, sin perjuicio de los inevitables matices e, incluso, de la crítica a ciertos extremos, acogen con nitidez la perspectiva societaria sobre el fenómeno de los grupos. Es de lamentar, con todo, la nueva paralización de su tratamiento legislativo, contenido, en el momento presente, en el Anteproyecto de Código Mercantil, lo que deja a la judicatura sin otra compañía que la doctrina en la difícil y necesaria tarea de construir el Derecho de los grupos de sociedades en España.

 

José Miguel Embid Irujo