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SOBRE EL EJERCICIO INDIRECTO DEL OBJETO SOCIAL

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Son pocas las ocasiones en las que la Jurisprudencia se ha ocupado del supuesto que encabeza este commendario, es decir, de la realización mediata de las actividades contenidas en el objeto social gracias a la participación de la sociedad en cuestión en el capital de otra u otras, las cuales, sí, intervienen de manera directa en el tráfico económico mediante la ejecución de esas mismas actividades. El tema, como resulta fácil de imaginar, aparece vinculado con distintas realidades del mundo empresarial, más allá, incluso, del Derecho de sociedades, sin plantear, de entrada, especiales problemas de legitimidad, como es bien sabido.

Hay ocasiones, incluso, en que es el propio legislador quien ratifica expresamente la validez del supuesto mencionado. Así sucede, por ejemplo, en el caso de las sociedades profesionales, cuando el art. 2 de la Ley 2/2007, de 15 de marzo, al ocuparse de la exclusividad del objeto social en estas figuras, admite el ejercicio indirecto de las actividades profesionales propias de una sociedad “a través de la participación en otras sociedades profesionales”. Más allá del Derecho de sociedades, el ejercicio indirecto de las actividades empresariales en el mercado resulta elemento distintivo y, si se quiere, constitutivo, de la singular figura que algunos denominamos “fundación con empresa”, ejemplarmente representada por las actuales fundaciones bancarias a las que se refiere la Ley 26/2013, de 27 de diciembre, de cajas de ahorros y fundaciones bancarias.

Es claro que la mera idea de plantearse la viabilidad de esta forma de ejercer la actividad de empresa evoca de inmediato situaciones de interconexión, más o menos estrecha, de distintas figuras jurídicas insertas en el ámbito de las uniones de empresas. Y en el amplio espectro de las posibilidades existentes en su seno – lo que, con palabras del gran penalista que fue Juan del Rosal, denominaríamos “facticidad fenomenológica” de tales uniones-, destacan por encima de todo los supuestos del control y del grupo, susceptibles de coincidencia pero no idénticos, ni sometidos, por tanto, al mismo tratamiento jurídico, a pesar de una significativa tendencia a afirmar lo contrario.

Esta prospección por los vericuetos de la realidad empresarial, de gran importancia para hacer posible su adecuada “reconstrucción tipológica”, como preconizaba Ascarelli, no agota, con todo, el potencial contenido del ejercicio indirecto de la actividad de empresa para el Derecho. A su lado, es ineludible analizar otras circunstancias, más específicamente jurídicas o, si se prefiere, normativas; me refiero, sobre todo, a cuestiones de imputación, de considerable trascendencia para diversas ramas del ordenamiento y, de manera especialmente relevante, para el Derecho de la empresa, con independencia de la naturaleza de quien lleve a cabo dicha conducta.

Así, habrá que determinar si tal sujeto merecerá o no la calificación de empresario, cuestión fácil de resolver con arreglo al canon heredado, a la vista de que quien efectivamente interviene en el mercado ejerce en su propio nombre la actividad en cuestión. Quien lo haga de manera indirecta, por tanto, no podrá merecer ese calificativo, sin perjuicio de que, en la mayoría de los casos, se haya implicado de verdad y de manera decisiva en determinar los caracteres y las formas de la propia actividad empresarial.

Todas estas dudas y muchas otras que, del mismo modo, podrían traerse a colación, me han venido a la cabeza tras leer la interesante sentencia 556/2018, del Tribunal Supremo (sala de lo civil), de 9 de octubre, de la que ha sido ponente el magistrado Rafael Sarazá Jimena. La principal preocupación del fallo, como en seguida se verá, ha sido la de afirmar, sin género de duda, la validez del supuesto al que me vengo refiriendo, sin perjuicio de excluir de su ámbito una situación, como la enjuiciada, caracterizada por el inmovilismo absoluto de una sociedad, titular a la sazón de un importante paquete accionarial, cercano a la mayoría, en el capital de otra sociedad con objeto idéntico  o análogo al de aquélla.

El asunto que dio inicio al trámite procesal se derivó, precisamente, de la situación de parálisis permanente de una sociedad anónima, constitutiva a juicio de los demandantes del supuesto de disolución al que se refiere el art. 363, 1, a) LSC (oportunamente reflejado en los estatutos sociales), según el cual la sociedad de capital deberá disolverse “por el cese en el ejercicio de la actividad o actividades que constituyan el objeto social. En particular, se entenderá que se ha producido el cese tras un período de inactividad superior a un año”. Y es que, en efecto, la sociedad afectada, cuyo objeto se concretaba,  desde su fundación, en “la adquisición, parcelación, urbanización de terrenos y la promoción, construcción, arrendamiento, enajenación y tráfico de toda clase de edificios e inmuebles”, había vendido un establecimiento hotelero que explotaba, reinvirtiendo el precio obtenido en la adquisición de acciones de otra sociedad con idéntico o análogo objeto social.

Planteado, así, al menos sobre el papel, el posible ejercicio indirecto del indicado objeto, los demandantes entendían que no había tal, a la vista de que la sociedad en cuestión carecía “de personal y de elementos patrimoniales tangibles susceptibles de ser utilizados en una actividad productiva, y su cifra de negocios es cero”. El juez de lo mercantil competente acordó la disolución solicitada, en tanto que la Audiencia revocó dicho fallo. Por su parte, el Tribunal Supremo estimó el recurso de casación (no así el extraordinario por infracción procesal, igualmente interpuesto), casando la sentencia recurrida.

Inicia el alto tribunal su razonamiento partiendo del RRM, en el que, como es bien sabido, ya no se exige, frente a la normativa precedente, que el ejercicio indirecto del objeto social conste expresamente en los estatutos sociales. Sobre esta base, por tanto, nada hay que oponer a su misma posibilidad, si bien, en el caso de autos, lo discutido no era tanto la legitimidad del supuesto –plenamente aceptada por los recurrentes- sino, más bien, la concurrencia efectiva de ese ejercicio indirecto del objeto social. Conviene recordar que la sociedad afectada se limitaba a ser titular de un paquete de acciones en la sociedad participada, sin llevar a cabo actividad alguna respecto del mismo.

Por tal motivo, el Supremo, acogiendo los argumentos del recurso,  afirma que el ejercicio indirecto “no puede limitarse a esa mera titularidad de acciones o participaciones sociales. Es necesario el desarrollo de una actuación que suponga un ejercicio efectivo, aunque sea de modo indirecto, de la actividad constitutiva del objeto social”. En tal sentido, se indica en el fallo que los órganos sociales de la sociedad afectado “no han adoptado acuerdo alguno sobre qué postura deba adoptar esta sociedad en las juntas de la sociedad participada…ni tampoco a la vista de la importancia del paquete accionarial, que ha sido cercano al 50%, han adoptado acuerdo alguno para designar las personas que deberían representar [a la participante] en los órganos de administración [de la participada]”

Se da cauce, así, a la solicitud de disolución planteada inicialmente por los demandantes (ahora recurrentes), pues “lo que determina que efectivamente se ha producido el cese en el ejercicio de la actividad que constituye el objeto social…no es el hecho de que esta sociedad haya dejado de ejercer directamente una actividad prevista en los estatutos al enajenar el establecimiento hotelero que explotaba, sino el hecho de que actualmente no ejerza actividad alguna, ni directa ni indirectamente, relacionada con su objeto social”.

Y es que la mera titularidad de acciones “no comporta por sí sola el ejercicio indirecto de una actividad encuadrada en su objeto social…por más que esta actividad esté incluida en el objeto social de la sociedad participada”. Conclusión, ésta, que no queda desmentida por el hecho de que la participante haya presentado las declaraciones correspondientes al impuesto de sociedades, por haber formulado, aprobado y depositado las cuentas anuales, o, en fin,  por la contratación de profesionales para su defensa en los litigios que mantuvo frente a la Hacienda Pública.

De la breve transcripción que acabo de hacer de los principales argumentos de la sentencia podrá deducir el lector que no se ha tratado de contemplar en ella las múltiples constelaciones que el ejercicio indirecto del objeto social es susceptible de originar, de acuerdo con lo expuesto en los primeros párrafos de este commendario. Aunque quizá podría haberse individualizado una situación de control potencial (no, evidentemente, de grupo), el alto tribunal se ha centrado en una sola cuestión, eso sí, presupuesto y base de todas las demás: la delimitación propiamente dicha del ejercicio indirecto del objeto. En tal sentido, resulta notorio el acierto del fallo, no sólo por lo que afirma, cuyo alcance difícilmente se podrá discutir, sino, sobre todo, por el hecho de haber afrontado, al nivel fundamental requerido, un supuesto de frecuentísima presencia en la realidad práctica, sin que su contenido y sus efectos hayan recibido, por desgracia, la atención doctrinal pertinente.