esen

EL DOMICILIO INDIFERENTE

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Rara es la clase en que no recuerde a los alumnos –ahora solo accesibles por vía digital- la importancia de tener en cuenta, de modo permanente, lo dispuesto en el art. 23 LSC, cuya importancia para navegar con seguridad por el complejo mar del Derecho de sociedades no necesita ponderación alguna. Allí, como es bien sabido, se enumeran por el legislador aquellos extremos de necesaria consignación en los estatutos a propósito de la fundación de una sociedad mercantil de capital. Y entre ellos se encuentra el relativo al domicilio social, uno de los atributos de la sociedad como persona jurídica que, junto a la denominación y la nacionalidad, integra lo que podríamos llamar su “tríada” identificadora, aunque no sea idéntico el modo de “adherencia” de cada uno de tales elementos a la sociedad que pretenden diferenciar.

Y así como la nacionalidad no resulta negociable, sin perjuicio de lo que quepa deducir de la jurisprudencia europea en punto a la libre circulación de sociedades, la denominación y el domicilio, cada uno con sus matices, entran dentro del margen de maniobra, de disponibilidad, en suma, de la persona jurídica. Por tal motivo, hace falta pronunciarse sobre sus respectivas circunstancias en los estatutos, quedando la inicial determinación allí consignada otra vez inserta en la órbita de la voluntad societaria, merced a los mecanismos propios de la modificación de los estatutos.

Interesa destacar este último extremo a propósito del domicilio como consecuencia de algunos hechos recientes que traen a colación ese constructo jurídico, de tanto relieve en nuestros días, al que se suele denominar “Derecho de la crisis”. Ha tenido esta singular categoría amplio recorrido con motivo de la Gran Recesión, y buena parte de sus piezas normativas, aunque parezca paradójico, siguen vigentes en nuestros días; sería un error, con todo, circunscribir la idea del Derecho de la crisis a los graves acontecimientos de aquella difícil etapa y, en general, a los supuestos problemáticos de los que se deriva una crisis económica.

Y es que, superados ya los momentos más duros de la Gran Recesión, tomó el relevo otra crisis, ésta de orden político-institucional, a cuenta del intento de secesión en Cataluña. De entre las diversas respuestas que se formularon a esa acción, no del todo insólita cuando se repasa la historia española, encontramos una exquisitamente societaria, que se articuló mediante el Real Decreto-ley 15/2017, de 6 de octubre, de medidas urgentes en materia de movilidad de operadores económicos dentro del territorio nacional. Soslayando ahora otros matices, aquélla norma, mediante la oportuna reforma del art. 285, 2º LSC, facultó al órgano de administración, y por su solo criterio, para trasladar el domicilio de la sociedad a cualquier parte del territorio nacional, posibilidad ésta de la que se ha hecho uso intensivo, como es notorio.

El segundo hecho relevante es mucho más reciente y se produce merced al Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, cuyo contenido -ni que decir tiene- constituye otro ejemplo destacado de Derecho de la crisis. Confirmando la polivalencia de este último término, la crisis a la que ahora se intenta dar respuesta mediante dicho instrumento jurídico es indudablemente sanitaria, con una derivación inmediata y muy grave en la Economía. Y el Derecho de esta crisis “mixta”, cuyo itinerario se viene recorriendo día a día, también tiene contenido societario, como se deduce, hasta el momento, de lo dispuesto en los arts. 40 y 41 del Real Decreto-ley 8/2020.

En el ámbito de dichos preceptos, a los que he dedicado sendos commendarios, quiero fijarme ahora en una norma que, de nuevo, incide en la localización de la persona jurídica societaria, aunque sea con el carácter concreto y también ocasional que se deduce del funcionamiento de sus órganos. Me refiero al art. 41, 1º c), que, en relación exclusiva con las sociedades cotizadas, y a propósito de la convocatoria de la junta general ordinaria, atribuye al consejo de administración la facultad de determinar con entera libertad el lugar de su celebración dentro del territorio nacional, aunque este extremo no se encuentre previsto en los estatutos de la sociedad.

Parece claro, entonces, que la urgencia propia del Derecho de la crisis, y más todavía la excepcionalidad de que se reviste el que ahora se ha puesto en marcha, justifican medidas como las descritas, cuyo alcance, por otra parte, muestra, en principio, una llamativa diferencia: en tanto que sigue vigente la facultad del órgano de administración de cambiar el domicilio social por su solo criterio, cabe entender que la convocatoria por el mismo órgano de la junta general de la sociedad cotizada en cualquier lugar del territorio nacional solo será válida en el marco delimitado por el Real Decreto-ley 8/2020, es decir a lo largo del presente año y con el límite de sus diez primeros meses (art. 41, 1, b).

Me ha parecido oportuno aludir a estas cuestiones, de evidente actualidad, a propósito de la resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 30 de octubre de 2019 (BOE de 27 de noviembre); en ella se analiza una modificación de estatutos de una sociedad anónima mediante la que se pretendía celebrar las juntas generales de dicha sociedad “en cualquier parte del territorio de la Comunidad Autónoma donde la sociedad tenga su domicilio” (se trataba de la Comunidad Valenciana). El registrador mercantil suspendió la inscripción de la correspondiente escritura por entender que el contenido de la modificación iba más allá de lo permitido por el art. 175 LSC, “sin posibilidad de que la sociedad pueda decidir libremente el lugar de celebración de la junta dentro de un ámbito geográfico mayor como puede ser una comunidad autónoma”. Interpuesto el correspondiente recurso, la Dirección General lo desestimó, confirmando la resolución impugnada.

Recuerda la resolución que el Centro directivo se ha pronunciado en numerosas ocasiones sobre la circunstancia ahora examinada, reconociendo a los socios una amplia libertad para determinar en los estatutos “el término municipal donde hayan de celebrarse las juntas generales, sin incurrir en el riesgo de que sean los administradores quienes de manera arbitraria puedan señalarlo, sin duda en consideración a que el domicilio de los socios pueda ser lejano respecto del domicilio social”. Y es que, aun partiéndose de la indicada libertad, hay dos límites que no pueden ser traspasados: “por un lado, el lugar de celebración previsto en los estatutos debe estar debidamente determinado; por otro, el lugar debe estar referido a un espacio geográfico determinado por un término municipal o espacio menor como una ciudad o un pueblo”.

Las razones para tal postura vienen desarrolladas en la resolución con claridad; quizá el principal criterio, en tal sentido, se deduzca de la necesidad de que “la norma estatutaria posibilite a los socios un mínimo de predictibilidad, de modo que quede garantizada la posibilidad de que asistan personalmente a la junta convocada si tal es su deseo”. Pero, al mismo tiempo, el marco delimitado por el art. 175 LSC, así como la interpretación del mismo en la doctrina de la DGRN, pretenden impedir la libertad absoluta de los administradores “para convocar donde tengan por conveniente” las juntas generales; de no ser así, se consagraría “la posibilidad de alteraciones arbitrarias del lugar de celebración”.

Aun quedando claro el criterio del Centro directivo mediante tales consideraciones, abunda la resolución en un nuevo argumento derivado de la alegación por el recurrente de la “contradicción valorativa” que supondría la calificación emitida por el registrador frente a lo dispuesto en el art. 285, 2º LSC, antes mencionado. No lo entiende así la Dirección General, pues “si el objeto de la modificación de los estatutos en este punto es permitir la celebración de la junta en cualquier término municipal dentro de la Comunidad Valenciana donde radique el domicilio de cualquier cooperativa que sea socia no hay obstáculo alguno en que la disposición estatutaria establezca expresamente tal criterio toda vez que, de ese modo, el lugar de celebración de la junta sería perfectamente determinable con base en dicha especificación estatutaria”.

Esta “coda” final, al sustituir la determinación del lugar de celebración de la junta general por la mera determinabilidad, matiza sensiblemente la doctrina de la resolución; se habilita con ella una fórmula amplia que, dotada de la necesaria constancia en los estatutos, podría servir de cauce para la libertad pretendida por la sociedad en cuestión. Con todo, al haber situado la resolución estudiada en este commendario entre los dos extremos de Derecho de la crisis antes aludidos, a modo de “guarnición de un sándwich”, se abre un interesante campo de análisis al que sólo puedo prestar ahora una modesta reflexión.

Y lo principal de esa reflexión surge con rapidez de la naturaleza, digamos, “jurídicamente crítica” que cabe atribuir a los textos con los que se ha iniciado este commendario. No parece dudoso, en tal sentido, que, más allá de los fundamentos sustantivos de ambos Decretos leyes y de lo acertado, en su caso, de las soluciones establecidas, haya razones de urgente necesidad para su adopción, adobadas, en el momento presente, con una excepcionalidad desconocida y, por ello mismo, justificadora del proceder llevado a cabo.

De ahí, sólo hay un paso a la interpretación estricta de las facultades atribuidas al órgano de administración  para decidir con su solo criterio el cambio de domicilio social al que alude el art. 285, 2º LSC, o, en el contexto del presente estado de alarma, la determinación del lugar de celebración de la junta general ordinaria de las sociedades cotizadas. Si hay o puede haber arbitrariedad en las correspondientes decisiones administrativas, se verá a posteriori y con las pruebas líquidas oportunas; el legislador, partiendo de las necesidades derivadas de la situación crítica, no ha dudado en atribuir las facultades reseñadas al órgano de administración, modificando, en el primer caso, la regulación tradicional, o suspendiendo, en el segundo, el curso ordinario de desenvolvimiento de la junta general, y en ambos casos, sin posibilidad de determinar en su momento el “lugar de destino”, tanto del domicilio social, como de celebración de la junta.

Y sí, habrá que interpretar estrictamente las normas que nos ocupan, sin posibilidad aparente de llevar tales criterios a situaciones que no sean críticas. Con todo, no es seguro que sea posible equiparar los dos supuestos analizados, a la vista de que el primero de ellos se ha convertido en regulación, cabría decir, normal y perdurable, lo que, verosímilmente, no sucederá con el segundo. Pero, además, si el campo de maniobra del legislador se extiende en ambos  casos a todo el territorio nacional, sin matiz alguno, ¿no hubiera sido posible que la Dirección General diera respaldo a lo pretendido en la reforma estatutaria examinada en la resolución, teniendo en cuenta que se hablaba sólo del territorio de una Comunidad Autónoma? Aunque la Comunidad Valenciana sea ciertamente extensa, más fácil será a las cooperativas domiciliadas en Castellón, socias de la anónima en cuestión,  acudir a la junta que, por ejemplo, se celebre en Alicante, que al socio de una cotizada avecindado en San Sebastián de la Gomera estar presente en una lejana ciudad peninsular, en la que su consejo de administración tenga a bien convocar en el momento presente la junta general ordinaria.

O es que, para terminar, ¿importa únicamente la voluntad del legislador, expresada además en el singular formato del Real Decreto-ley, con motivo de una crisis, y no la de los socios, reunidos, precisamente, en junta general, dentro de una situación que cabría considerar normal?